miércoles, 18 de octubre de 2017

Cuento corto: "El niño de junto al cielo", de Enrique Congrains Martín.

Por alguna desconocida razón, Esteban había llegado al lugar exacto, precisamente al único lugar... Pero ¿no sería más bien, que “aquello” había venido hacia él? Bajó la vista y volvió a mirar. Sí, ahí seguía el billete anaranjado, junto a sus pies, junto a su vida. ¿Por qué, por qué él? Su madre se había encogido de hombros al pedirle él autorización para conocer la ciudad, pero después le advirtió que tuviera cuidado con los carros y con las gentes. Había descendido desde el cerro hasta la carretera y, a los pocos pasos, divisó “aquello” junto al sendero que corría paralelamente a la pista. Vacilante, incrédulo, se agachó y lo tomó entre sus manos. Diez, diez, diez, era un billete de diez soles, un billete que contenía muchísimas pesetas, innumerables reales.

¿Cuántos reales, cuántos medios exactamente? Los conocimientos de Esteban no abarcaban tales complejidades y, por otra parte, le bastaba con saber que se trataba de un papel anaranjado que decía “diez” por sus dos lados. Siguió por el sendero, rumbo a los edificios que se veían más allá de ese otro cerro cubierto de casas. Esteban caminaba unos metros, se detenía y sacaba el billete del bolsillo para comprobar su indispensable presencia. ¿Había venido el billete hacia él —se preguntaba— o era él el que había ido hacia el billete? Cruzó la pista y se internó en un terreno salpicado de basuras, desperdicios de albañilería y excrementos; llegó a una calle y desde allí divisó el famoso mercado, el mayorista, del que tanto había oído hablar. ¿Eso era Lima, Lima, Lima?...

La palabra le sonaba a hueco. Recordó: su tío le había dicho que Lima era una ciudad grande, tan grande que en ella vivían un millón de personas. ¿La bestia con un millón de cabezas? Esteban había soñado hacía unos días, antes del viaje, en eso: una bestia con un millón de cabezas. Y ahora él, con cada paso que daba, iba internándose dentro de la bestia... Se detuvo, miró y meditó: la ciudad, el mercado mayorista, los edificios de tres y cuatro pisos, los autos, la infinidad de gentes —algunas como él, otras no como él— y el billete anaranjado, quieto, dócil en el bolsillo de su pantalón.

El billete llevaba el “diez” por ambos lados y en eso se parecía a Esteban. Él también llevaba el “diez” en su rostro y en su conciencia. El “diez años” lo hacía sentirse seguro y confiado, pero sólo hasta cierto punto. Antes, cuando comenzaba a tener noción de las cosas y de los hechos, la meta, el horizonte había sido fijado en los diez años. ¿Y ahora? No, desgraciadamente no. Diez años no era todo. Esteban se sentía incompleto aún. Quizá si cuando tuviera doce, quizá si cuando llegara a los quince. Quizá ahora mismo, con la ayuda del billete anaranjado. Estuvo dando vueltas, atisbando dentro de la bestia, hasta que llegue a sentirse parte de ella. Un millón de cabezas y, ahora, una más. La gente se movía, se agitaba, unos iban en una dirección, otros en otra, y él, Esteban, con el billete anaranjado, quedaba siempre en el centro de todo, en el ombligo mismo.

Unos muchachos de su edad jugaban en la vereda. Esteban se detuvo a unos metros de ellos y quedó observando el ir y venir de las bolas; jugaban dos y el resto hacía ruedo. Bueno, había andado unas cuadras y por fin encontraba seres como él, gente que no se movía incesantemente de un lado a otro. Parecía, por lo visto, que también en la ciudad había seres humanos. ¿Cuánto tiempo estuvo contemplándolos? ¿Un cuarto de hora? ¿Media hora? ¿Una hora, acaso dos? Todos los chicos se habían ido, todos menos uno. Esteban quedó mirándolo, mientras su mano dentro del bolsillo acariciaba el billete. —¡Hola, hombre! —Hola... —respondió Esteban, susurrando casi.

El chico era más o menos de su misma edad y vestía pantalón y camisa de un mismo tono, algo que debió ser caqui en otros tiempos, pero que ahora pertenecía a esa categoría de colores vagos e indefinibles. —¿Eres de por acá? —le preguntó a Esteban. —Sí, este... —se aturdió y no supo cómo explicar que vivía en el cerro y que estaba de viaje de exploración a través de la bestia de un millón de cabezas. —¿De dónde, ah? —se había acercado y estaba frente a Esteban. Era más alto y sus ojos, inquietos, le recorrían de arriba abajo—. ¿De dónde, ah? —volvió a preguntar. —De allá, del cerro —y Esteban señaló en la dirección en que había venido. —¿San Cosme? Esteban meneó la cabeza negativamente. —¿Del Agustino? —¡Sí, de ahí! —exclamó sonriendo. Ése era el nombre y ahora lo recordaba. Desde hacía meses, cuando se enteró de la decisión de su tío de venir a radicarse a Lima, venía averiguando cosas de la ciudad.

Fue así como supo que Lima era muy grande, demasiado grande tal vez; que había un sitio que se llamaba Callao y que ahí llegaban buques de otros países; que había lugares muy bonitos, tiendas enormes, calles larguísimas... ¡Lima!... Su tío había salido dos meses antes que ellos con el propósito de conseguir casa. Una casa. “¿En qué sitio será?”, le había preguntado a su madre. Ella tampoco sabía. Los días corrieron y después de muchas semanas llegó la carta que ordenaba partir. ¡Lima!... ¿El cerro del Agustino, Esteban? Pero él no lo llamaba así. Ese lugar tenía otro nombre. La choza que su tío había levantado quedaba en el barrio de Junto al Cielo. Y Esteban era el único que lo sabía. —Yo no tengo casa... —dijo el chico, después de un rato. Tiró una bola contra la tierra y exclamó—: ¡Caray, no tengo! —¿Dónde vives, entonces? —se animó a inquirir Esteban. El chico recogió la bola, la frotó en su mano y luego respondió: —En el mercado; cuido la fruta, duermo a ratos... —amistoso y sonriente, puso una mano sobre el hombro de Esteban y le preguntó—: ¿Cómo te llamas tú? —Esteban... —Yo me llamo Pedro —tiró la bola al aire y la recibió en la palma de su mano—. Te juego, ¿ya, Esteban? Las bolas rodaron sobre la tierra, persiguiéndose mutuamente.

Pasaron los minutos, pasaron hombres y mujeres junto a ellos, pasaron autos por la calle, siguieron pasando los minutos. El juego había terminado, Esteban no tenía nada que hacer junto a la habilidad de Pedro. Las bolsas al bolsillo y los pies sobre el cemento gris de la acera. ¿Adónde ahora? Empezaron a caminar juntos. Esteban se sentía más a gusto en compañía de Pedro que estando solo. Dieron algunas vueltas. Más y más edificios. Más y más gentes. Más y más autos en las calles. Y el billete anaranjado seguía en el bolsillo. Esteban lo recordó. —¡Mira lo que me encontré! —lo tenía entre sus dedos y el viento lo hacía oscilar levemente. —¡Caray! —exclamó Pedro y lo tomó, examinándolo al detalle—. ¡Diez soles, caray! ¿Dónde lo encontraste? —Junto a la pista, cerca del cerro —explicó Esteban. Pedro le devolvió el billete y se concentró un rato. Luego preguntó: —¿Qué piensas hacer, Esteban? —No sé, guardarlo, seguro... —y sonrió tímidamente. —¡Caray, yo con una libra haría negocios, palabra que sí! —¿Cómo? Pedro hizo un gesto impreciso que podía revelar, a un mismo tiempo, muchísimas cosas. Su gesto podía interpretarse como una total despreocupación por el asunto —los negocios— o como una gran abundancia de posibilidades y perspectivas. Esteban no comprendió. —¿Qué clase de negocios, ah? —¡Cualquier clase, hombre! —pateó una cáscara de naranja, que rodó desde la vereda hasta la pista; casi inmediatamente pasó un ómnibus que la aplastó contra el pavimento—. Negocios hay de sobra, palabra que sí. Y en unos dos días cada uno de nosotros podría tener otra libra en el bolsillo. —¿Una libra más? —preguntó Esteban, asombrándose. —¡Pero, claro; claro que sí!... —volvió a examinar a Esteban y le preguntó—: ¿Tú eres de Lima? Esteban se ruborizó. No, él no había crecido al pie de las paredes grises, ni jugando sobre el cemento áspero e indiferente. Nada de eso en sus diez años, salvo lo de ese día. —No, no soy de acá, soy de Tarma; llegué ayer... —¡Ah! —exclamó Pedro, observándolo fugazmente—. ¿De Tarma, no? —Sí, de Tarma... Habían dejado atrás el mercado y estaban junto a la carretera.

A medio kilómetro de distancia se alzaba el cerro del Agustino, el barrio de Junto al Cielo, según Esteban. Antes del viaje, en Tarma, se había preguntado: “¿Iremos a vivir a Miraflores, al Callao, a San Isidro, a Chorrillos: en cuál de esos barrios quedará la casa de mi tío?” Habían tomado el ómnibus y después de varias horas de pesado y fatigante viaje arribaban a Lima. ¿Miraflores? ¿La Victoria? ¿San Isidro? ¿Callao? ¿Adónde, Esteban, adónde? Su tío había mencionado el lugar y era la primera vez que Esteban lo oía nombrar. “Debe ser algún barrio nuevo”, pensó.

Tomaron un auto y cruzaron calles y más calles. Todas diferentes, pero, cosa curiosa, todas parecidas también. El auto los dejó al pie de un cerro. Casas junto al cerro, casas en mitad del cerro, casas en la cumbre del cerro. Habían subido, y una vez arriba, junto a la choza que había levantado su tío, Esteban contempló a la bestia con un millón de cabezas. La “cosa” se extendía y se desparramaba, cubriendo la tierra de casas, calles, techos, edificios, más allá de lo que su vista podía alcanzar. Entonces Esteban había levantado los ojos y se había sentido tan encima de todo —o tan abajo quizá—, que había pensado que estaba en el barrio de Junto al Cielo. —Oye, ¿quisieras entrar en algún negocio conmigo? —Pedro se había detenido y lo contemplaba, esperando respuesta. —¿Yo?... —titubeando, preguntó—: ¿Qué clase de negocio? ¿Tendría otro billete mañana? —¡Claro que sí, por supuesto! —afirmó resueltamente. La mano de Esteban acarició el billete y pensó que podría tener otro billete más, y otro más y muchos más. Muchísimos billetes más, seguramente.

Entonces el “diez años” sería esa meta que siempre había soñado. —¿Qué clase de negocios se puede, ah? —preguntó Esteban. Pedro se sonrió y explicó: —Negocios hay muchos... Podríamos comprar periódicos y venderlos por Lima; podríamos comprar revistas, chistes... —hizo una pausa y escupió con vehemencia. Luego dijo, entusiasmándose—: Mira, compramos diez soles de revistas y las vendemos ahora mismo, en la tarde, y tenemos quince soles, palabra. —¿Quince soles? —¡Claro, quince soles! ¡Dos cincuenta para ti y dos cincuenta para mí! ¿Qué te parece, ah? Convinieron en reunirse al pie del cerro dentro de una hora; convinieron en que Esteban no diría nada, ni a su madre ni a su tío; convinieron en que venderían revistas y que de la libra de Esteban saldrían muchísimas cosas.

Esteban había almorzado apresuradamente y le había vuelto a pedir permiso a su madre para bajar a la ciudad. Su tío no almorzaba con ellos, pues en su trabajo le daban de comer gratis, completamente gratis, como había recalcado al explicar su situación. Esteban bajó por el sendero ondulante, saltó la acequia y se detuvo al borde de la carretera, justamente en el mismo lugar en que había encontrado, en la mañana, el billete de diez soles. Al poco rato apareció Pedro y empezaron a caminar juntos, internándose dentro de la bestia de un millón de cabezas. —Vas a ver qué fácil es vender revistas, Esteban.

Las ponemos en cualquier sitio, la gente las ve y, listo, las compra para sus hijos. Y si queremos nos ponemos a gritar en la calle el nombre de las revistas, y así vienen más rápido... ¡Ya vas a ver qué bueno es hacer negocios!... —¿Queda muy lejos el sitio? —preguntó Esteban, al ver que las calles seguían alargándose casi hasta el infinito. Qué lejos había quedado Tarma, qué lejos había quedado todo lo que hasta hace unos días había sido habitual para él. —No, ya no. Ahora estamos cerca del tranvía y nos vamos gorreando hasta el centro. —¿Cuánto cuesta el tranvía? —¡Nada, hombre! —y se rió de buena gana—. Lo tomamos no más y le decimos al conductor que nos deje ir hasta la Plaza de San Martín.

Más y más cuadras. Y los autos, algunos viejos, otros increíblemente nuevos y flamantes, pasaban veloces, rumbo sabe Dios dónde. —¿Adónde va toda esa gente en auto? Pedro sonrió y observó a Esteban. Pero, ¿adónde iban realmente? Pedro no halló ninguna respuesta satisfactoria y se limitó a mover la cabeza de un lado a otro. Más y más cuadras. Al fin terminó la calle y llegaron a una especie de parque. —¡Corre! —le gritó Pedro, de súbito.

El tranvía comenzaba a ponerse en marcha. Corrieron, cruzaron en dos saltos la pista y se encaramaron al estribo. Una vez arriba, se miraron sonrientes. Esteban empezó a perder el temor y llegó a la conclusión de que seguía siendo el centro de todo. La bestia de un millón de cabezas no era tan espantosa como había soñado, y ya no le importaba estar allí siempre, aquí o allá, en el centro mismo, en el ombligo mismo de la bestia. Parecía que el tranvía se había detenido definitivamente esta vez, después de una serie de paradas. Todo el mundo se había levantado de sus asientos y Pedro lo estaba empujando. —Vamos, ¿qué esperas? —¿Aquí es? —Claro, baja. Descendieron y otra vez a rodar sobre la piel de cemento de la bestia.

Esteban veía más gente y la veía marchar —sabe Dios dónde— con más prisa que antes. ¿Por qué no caminaban tranquilos, suaves, con gusto, como la gente de Tarma? —Después volvemos y por estos mismos sitios vamos a vender las revistas. —Bueno —asintió Esteban. El sitio era lo de menos, se dijo, lo importante era vender las revistas, y que la libra se convirtiera en varias más. Eso era lo importante. —¿Tú tampoco tienes papá? —le preguntó Pedro, mientras doblaban hacia una calle por la que pasaban los rieles del tranvía. —No, no tengo... —y bajó la cabeza, entristecido. Luego de un momento, Esteban preguntó—: ¿Y tú? —Tampoco, ni papá ni mamá —Pedro se encogió de hombros y apresuró el paso. Después inquirió descuidadamente—. ¿Y al que le dices “tío”? —Ah... él vive con mi mamá; ha venido a Lima de chofer... —calló, pero en seguida dijo—: Mi papá murió cuando yo era chico... —¡Ah, caray!... ¿Y tu “tío”, qué tal te trata? —Bien; no se mete conmigo para nada. —¡Ah! Habían llegado al lugar. Tras un portón se veía un patio más o menos grande, puertas, ventanas y dos letreros que anunciaban revistas al por mayor. —Ven, entra —le ordenó Pedro. Estaban adentro. Desde el piso hasta el techo había revistas, y algunos chicos como ellos; dos mujeres y un hombre seleccionaban sus compras.

Pedro se dirigió a uno de los estantes y fue acumulando revistas bajo el brazo. Las contó y volvió a revisarlas. —Paga. Esteban vaciló un momento. Desprenderse del billete anaranjado era más desagradable de lo que había supuesto. Se estaba bien teniéndolo en el bolsillo y pudiendo acariciarlo cuantas veces fuera necesario. —Paga —repitió Pedro, mostrándole las revistas a un hombre gordo que controlaba la venta. —¿Es justo una libra? —Sí, justo. Diez revistas a un sol cada una. Oprimió el billete con desesperación, pero al fin terminó por extraerlo del bolsillo.

Pedro se lo quitó rápidamente de la mano y lo entregó al hombre. —Vamos —dijo, jalándolo. Se instalaron en la Plaza San Martín y alinearon las diez revistas en uno de los muros que circundan el jardín. “Revistas, revistas, revistas, señor; revistas, señora, revistas, revistas.” Cada vez que una de las revistas desaparecía con un comprador, Esteban suspiraba aliviado. Quedaban seis revistas y pronto, de seguir así las cosas, no habría de quedar ninguna. —¿Qué te parece, ah? —preguntó Pedro, sonriendo con orgullo. —Está bueno, está bueno... —y se sintió enormemente agradecido a su amigo y socio. —Revistas, revistas; ¿no quiere un chiste, señor? El hombre se detuvo y examinó las carátulas. —¿Cuánto? —Un sol cincuenta, no más... La mano del hombre quedó indecisa sobre dos revistas. ¿Cuál, cuál llevará? Al fin se decidió. —Cóbrese. Y las monedas cayeron, tintineantes, al bolsillo de Pedro. Esteban se limitaba a observar; meditaba y sacaba sus conclusiones: una cosa era soñar, allá en Tarma, con una bestia de un millón de cabezas, y otra era estar en Lima, en el centro mismo del universo, absorbiendo y paladeando con fruición la vida.

Él era el socio capitalista y el negocio marchaba estupendamente bien. “Revistas, revistas”, gritaba el socio industrial, y otra revista más que desaparecía en manos impacientes. “¡Apúrate con el vuelto”, exclamaba el comprador. Y todo el mundo caminaba aprisa, rápidamente. “¿Adónde van, que se apuran tanto?”, pensaba Esteban. Bueno, bueno, la bestia era una bestia bondadosa, amigable, aunque algo difícil de comprender. Eso no importaba; seguramente, con el tiempo, se acostumbraría. Era una magnífica bestia que estaba permitiendo que el billete de diez soles se multiplicara. Ahora ya no quedaban más que dos revistas sobre el muro. Dos nada más y ocho desparramándose por desconocidos e ignorados rincones de la bestia. “Revistas, revistas, chistes a sol cincuenta, chistes...” Listo, ya no quedaba más que una revista y Pedro anunció que eran las cuatro y media. —¡Caray, me muero de hambre, no he almorzado!... —prorrumpió luego. —¿No has almorzado? —No, no he almorzado.. . —observó a posibles compradores entre las personas que pasaban y después sugirió—: ¿Me podrías ir a comprar un pan o un bizcocho? —Bueno —aceptó Esteban inmediatamente. Pedro sacó un sol del bolsillo y explicó: —Esto es de los dos cincuenta de mi ganancia, ¿ya? —Sí, ya sé. —¿Ves ese cine? —preguntó Pedro, señalando a uno que quedaba en esquina. Esteban asintió—. Bueno, sigues por esa calle y a mitad de cuadra hay una tiendecita de japoneses. Anda y cómprame un pan con jamón o tráeme un plátano y galletas, cualquier cosa, ¿ya, Esteban? —Ya. Recibió el sol, cruzó la pista, pasó por entre dos autos estacionados y tomó la calle que le había indicado Pedro. Sí, ahí estaba la tienda. Entró. —Déme un pan con jamón —pidió a la muchacha que atendía. Sacó un pan de la vitrina, lo envolvió en un papel y se lo entregó. Esteban puso la moneda sobre el mostrador. —Vale un sol veinte —advirtió la muchacha. —¡Un sol veinte!... —devolvió el pan y quedó indeciso un instante. Luego se decidió—: Dame un sol de galletas entonces.

Tenía el paquete de galletas en la mano y andaba lentamente. Pasó junto al cine y se detuvo a contemplar los atrayentes avisos. Miró a su gusto y, luego, prosiguió caminando. ¿Habría vendido Pedro la revista que le quedaba ? Más tarde, cuando regresara a Junto al Cielo, lo haría feliz, absolutamente feliz. Pensó en ello, apresuró el paso, atravesó la calle, esperó que pasaran unos automóviles y llegó a la vereda. Veinte o treinta metros más allá había quedado Pedro. ¿O se había confundido? Porque ya Pedro no estaba en ese lugar ni en ninguno otro.

Llegó al sitio preciso y nada, ni Pedro ni revista, ni quince soles, ni... ¿Cómo había podido perderse o desorientarse? Pero ¿no era ahí donde habían estado vendiendo las revistas? ¿Era o no era? Miró a su alrededor. Sí, en el jardín de atrás seguía la envoltura de un chocolate. El papel era amarillo con letras rojas y negras, y él lo había notado cuando se instalaron, hacía más de dos horas. Entonces, ¿no se había confundido? ¿Y Pedro, y los quince soles, y la revista? “Bueno, no era necesario asustarse”, pensó. Seguramente se había demorado y Pedro lo estaba buscando.


Eso tenía que haber sucedido obligadamente. Pasaron los minutos. No, Pedro no había ido a buscarlo: ya estaría de regreso de ser así. Tal vez había ido con un comprador a conseguir cambio. Más y más minutos fueron quedando a sus espaldas. No, Pedro no había ido a buscar sencillo: ya estaría de regreso de ser así. ¿Entonces?... —Señor, ¿tiene hora? —le preguntó a un joven que pasaba. —Sí, las cinco en punto. Esteban bajó la vista, hundiéndola en la piel de la bestia, y prefirió no pensar. Comprendió que, de hacerlo, terminaría llorando y eso no podía ser. Él ya tenía diez años, y diez años no eran ni ocho ni nueve. ¡Eran diez años! —¿Tiene hora, señorita? —Sí —sonrió y dijo con una voz linda—: Las seis y diez —y se alejó, presurosa. ¿Y Pedro, y los quince soles, y la revista?... ¿Dónde estaban, en qué lugar de la bestia con un millón de cabezas estaban?... Desgraciadamente no lo sabía y sólo quedaba la posibilidad de esperar y seguir esperando... —¿Tiene hora, señor? —Un cuarto para las siete. —Gracias... ¿Entonces?... Entonces, ¿ya Pedro no iba a regresar?... ¿Ni Pedro, ni los quince soles, ni la revista iban a regresar entonces ?... Decenas de letreros luminosos se habían encendido. Letreros luminosos que se apagaban y se volvían a encender; y más y más gente sobre la piel de la bestia. Y la gente caminaba más aprisa ahora. Rápido, rápido, apúrense, más rápido aún, más, más, hay que apurarse muchísimo más, apúrense más... Y Esteban permanecía inmóvil, recostado en el muro, con el paquete de galletas en la mano y con las esperanzas en el bolsillo de Pedro... Inmóvil, dominándose para no terminar en pleno llanto. Entonces, ¿Pedro lo había engañado?... ¿Pedro, su amigo, le había robado el billete anaranjado?... ¿O no sería, más bien, la bestia con un millón de cabezas la causa de todo?... Y ¿acaso no era Pedro parte integrante de la bestia ?... Sí y no. Pero ya nada importaba. Dejó el muro, mordisqueó una galleta y, desolado, se dirigió a tomar el tranvía.

Un cuento clásico: "Los ojos de Lina" de Clemente Palma.

El teniente Jym de la Armada inglesa era nuestro amigo. Cuando entró en la Compañía Inglesa de Vapores le veíamos cada mes y pasábamos una o dos noches con él en alegre francachela. Jym había pasado gran parte de su juventud en Noruega, y era un insigne bebedor de whisky y de ajenjo; bajo la acción de estos licores le daba por cantar con voz estentórea lindas baladas escandinavas, que después nos traducía. Una tarde fuimos a despedirnos de él a su camarote, pues al día siguiente zarpaba el vapor para San Francisco. Jym no podía cantar en su cama a voz en cuello, como era su costumbre, por razones de disciplina naval, y resolvimos pasar la velada refiriéndonos historias y aventuras de nuestra vida, sazonando las relaciones con sendos sorbos de licor. Serían las dos de la mañana cuando terminamos los visitantes de Jym nuestras relaciones; sólo Jym faltaba y le exigimos que hiciera la suya. Jym se arrellanó en un sofá; puso en una mesita próxima una pequeña botella de ajenjo y un aparato para destilar agua; encendió un puro y comenzó a hablar del modo siguiente:

No voy a referiros una balada ni una leyenda del Norte, como en otras ocasiones; hoy se trata de una historia verídica, de un episodio de mi vida de novio. Ya sabéis que, hasta hace dos años, he vivido en Noruega; por mi madre soy noruego, pero mi padre me hizo súbdito inglés. En Noruega me casé. Mi esposa se llama Axelina o Lina, como yo la llamo, y cuando tengáis la ventolera de dar un paseo por Christhianía, id a mi casa, que mi esposa os hará con mucho gusto los honores.

Empezaré por deciros que Lina tenía los ojos más extrañamente endiablados del mundo. Ella tenía diez y seis años y yo estaba loco de amor por ella, pero profesaba a sus ojos el odio más rabioso que puede caber en corazón de hombre. Cuando Lina fijaba sus ojos en los míos me desesperaba, me sentía inquieto y con los nervios crispados; me parecía que alguien me vaciaba una caja de alfileres en el cerebro y que se esparcían a lo largo de mi espina dorsal; un frío doloroso galopaba por mis arterias, y la epidermis se me erizaba, como sucede a la generalidad de las personas al salir de un baño helado, y a muchas al tocar una fruta peluda, o al ver el filo de una navaja, o al rozar con las uñas el terciopelo, o al escuchar el frufrú de la seda o al mirar una gran profundidad. Esa misma sensación experimentaba al mirar los ojos de Lina. He consultado a varios médicos de mi confianza sobre este fenómeno y ninguno me ha dado la explicación; se limitaban a sonreír y a decirme que no me preocupara del asunto, que yo era un histérico, y no sé qué otras majaderías. Y lo peor es que yo adoraba a Lina con exasperación, con locura, a pesar del efecto desastroso que me hacían sus ojos. Y no se limitaban estos efectos a la tensión álgida de mi sistema nervioso; había algo más maravilloso aún, y es que cuando Lina tenía alguna preocupación o pasaba por ciertos estados psíquicos y fisiológicos, veía yo pasar por sus pupilas, al mirarme, en la forma vaga de pequeñas sombras fugitivas coronadas por puntitos de luz, las ideas; sí, señores, las ideas. Esas entidades inmateriales e invisibles que tenemos todos o casi todos, pues hay muchos que no tienen ideas en la cabeza, pasaban por las pupilas de Lina con formas inexpresables. He dicho sombras porque es la palabra que más se acerca. Salían por detrás de la esclerótica, cruzaban la pupila y al llegar a la retina destellaban, y entonces sentía yo que en el fondo de mi cerebro respondía una dolorosa vibración de las células, surgiendo a su vez una idea dentro de mí.

Se me ocurría comparar los ojos de Lina al cristal de la claraboya de mi camarote, por el que veía pasar, al anochecer, a los peces azorados con la luz de mi lámpara, chocando sus estrafalarias cabezas contra el macizo cristal, que, por su espesor y convexidad, hacía borrosas y deformes sus siluetas. Cada vez que veía esa parranda de ideas en los ojos de Lina, me decía yo: ¡Vaya! ¡Ya están pasando los peces! Sólo que éstos atravesaban de un modo misterioso la pupila de mi amada y formaban su madriguera en las cavernas oscuras de mi encéfalo.

Pero ¡bah!, soy un desordenado. Os hablo del fenómeno sin haberos descrito los ojos y las bellezas de mi Lina. Lina es morena y pálida: sus cabellos undosos se rizaban en la nuca con tan adorable encanto, que jamás belleza de mujer alguna me sedujo tanto como el dorso del cuello de Lina, al sumergirse en la sedosa negrura de sus cabellos. Los labios de Lina, casi siempre entreabiertos, por cierta tirantez infantil del labio superior, eran tan rojos que parecían acostumbrados a comer fresas, a beber sangre o a depositar la de los intensos rubores; probablemente esto último, pues cuando las mejillas de Lina se encendían, palidecían aquéllos. Bajo esos labios había unos dientes diminutos tan blancos, que iluminaban la faz de Lina, cuando un rayo de luz jugaba sobre ellos. Era para mí una delicia ver a Lina morder cerezas; de buena gana me hubiera dejado morder por esa deliciosa boquita, a no ser por esos ojos endemoniados que habitaban más arriba. ¡Esos ojos! Lina, repito, es morena, de cabellos, cejas y pestañas negras. Si la hubierais visto dormida alguna vez, yo os hubiera preguntado: ¿De qué color creéis que tiene Lina los ojos? A buen seguro que, guiados por el color de su cabellera, de sus cejas y pestañas me habríais respondido: negros. ¡Qué chasco! Pues, no, señor; los ojos de Lina tenían color, es claro, pero ni todos los oculistas del mundo, ni todos los pintores habrían acertado a determinarlo ni a reproducirlo. Los ojos de Lina eran de un corte perfecto, rasgados y grandes; debajo de ellos una línea azulada formaba la ojera y parecía como la tenue sombra de sus largas pestañas. Hasta aquí, como veis, nada hay de raro; éstos eran los ojos de Lina cerrados o entornados; pero una vez abiertos y lucientes las pupilas, allí de mis angustias. Nadie me quitará de la cabeza que, Mefistófeles tenía su gabinete de trabajo detrás de esas pupilas. Eran ellas de un color que fluctuaba entre todos los de la gama, y sus más complicadas combinaciones. A veces me parecían dos grandes esmeraldas, alumbradas por detrás por luminosos carbunclos. Las fulguraciones verdosas y rojizas que despedían se irisaban poco a poco y pasaban por mil cambiantes, como las burbujas de jabón, luego venía un color indefinible, pero uniforme, a cubrirlos todos, y en medio palpitaba un puntito de luz, de lo más mortificante por los tonos felinos y diabólicos que tomaba. Los hervores de la sangre de Lina, sus tensiones nerviosas, sus irritaciones, sus placeres, los alambicamientos y juegos de su espíritu, se denunciaban por el color que adquiría ese punto de luz misteriosa.

Con la continuidad de tratar a Lina llegué a traducir algo los brillos múltiples de sus ojos. Sus sentimentalismos de muchacha romántica eran verdes, sus alegrías, violadas, sus celos amarillos, y rojos sus ardores de mujer apasionada. El efecto de estos ojos en mí era desastroso. Tenían sobre mí un imperio horrible, y, en verdad, yo sentía mi dignidad de varón humillada con esa especie de esclavitud misteriosa, ejercida sobre mi alma por esos ojos que odiaba como a personas. En vano era que tratara de resistir; los ojos de Lina me subyugaban, y sentía que me arrancaban el alma para triturarla y carbonizarla entre dos chispazos de esas miradas de Luzbel. Por último, con el alma ardiente de amor y de ira, tenía yo que bajar la mirada, porque sentía que mi mecanismo nervioso llegaba a torsiones desgarradoras, y que mi cerebro saltaba dentro de mi cabeza, como un abejorro encerrado dentro de un horno. Lina no se daba cuenta del efecto desastroso que me hacían sus ojos.

Todo Christhianía se los elogiaba por hermosos y a nadie causaban la impresión terrible que a mí: sólo yo estaba constituido para ser la víctima de ellos. Yo tenía reacciones de orgullo; a veces pensaba que Lina abusaba del poder que tenía sobre mí, y que se complacía en humillarme; entonces mi dignidad de varón se sublevaba vengativa reclamando imaginarios fueros, y a mi vez me entretenía en tiranizar a mi novia, exigiéndole sacrificios y mortificándola hasta hacerla llorar. En el fondo había una intención que yo trataba de realizar disimuladamente; sí, en esa valiente sublevación contra la tiranía de esas pupilas estaba embozada mi cobardía: haciendo llorar a Lina la hacía cerrar los ojos, y cerrados los ojos me sentía libre de mi cadena. Pero la pobrecilla ignoraba el arma terrible que tenía contra mí; sencilla y candorosa, la buena muchacha tenía un corazón de oro y me adoraba y me obedecía. Lo más curioso es que yo, que odiaba sus hermosos ojos, era por ellos que la quería. Aun cuando siempre salía vencido, volvía siempre a luchar contra esas terribles pupilas, con la esperanza de vencer. ¡Cuántas veces las rojas fulguraciones del amor me hicieron el efecto de cien cañonazos disparados contra mis nervios! Por amor propio no quise revelar a Lina mi esclavitud.

Nuestros amores debían tener una solución como la tienen todos: o me casaba con Lina o rompía con ella. Esto último era imposible, luego, tenía que casarme con Lina. Lo que me aterraba, de la vida de casado, era la perduración de esos ojos que tenían que alumbrar terriblemente mi vejez. Cuando se acercaba la época en que debía pedir la mano de Lina a su padre, un rico armador, la obsesión de los ojos de ella me era insoportable. De noche los veía fulgurar como ascuas en la oscuridad de mi alcoba; veía al techo y allí estaban, terribles y porfiados; miraba a la pared y estaban incrustados allí; cerraba los ojos y los veía adheridos sobre mis párpados con una tenacidad luminosa tal, que su fulgor iluminaba el tejido de arterias y venillas de la membrana. Al fin, rendido, dormía, y las miradas de Lina llenaban mi sueño de redes que se apretaban y me estrangulaban el alma. ¿Qué hacer? Formé mil planes; pero no sé si por orgullo, amor, o por una noción del deber muy grabada en mi espíritu, jamás pensé en renunciar a Lina.

El día en que la pedí, Lina estuvo contentísima. ¡Oh, cómo brillaban sus ojos y qué endiabladamente! La estreché en mis brazos delirante de amor, y al besar sus labios sangrientos y tibios tuve que cerrar los ojos casi desvanecido.

–¡Cierra los ojos, Lina mía, te lo ruego!

Lina, sorprendida, los abrió más, y al verme pálido y descompuesto me preguntó asustada, cogiéndome las manos:

–¿Qué tienes, Jym?... Habla. ¡Dios Santo!... ¿Estás enfermo? Habla.
–No... perdóname; nada tengo, nada... –le respondí sin mirarla.
–Mientes, algo te pasa...
–Fue un vahído, Lina... Ya pasará...
–¿Y por qué querías que cerrara los ojos? No quieres que te mire, bien mío.

No respondí y la miré medroso. ¡Oh!, allí estaban esos ojos terribles, con todos sus insoportables chisporroteos de sorpresa, de amor y de inquietud. Lina, al notar mi turbado silencio, se alarmó más. Se arrodilló sobre mis rodillas, cogió mi cabeza entre sus manos y me dijo con violencia:

–No, Jym, tú me engañas, algo extraño pasa en ti desde hace algún tiempo: tú has hecho algo malo, pues sólo los que tienen un peso en la conciencia no se atreven a mirar de frente. Yo te conoceré en los ojos, mírame, mírame.

Cerré los ojos y la besé en la frente.

–No me beses, mírame, mírame.
–¡Oh, por Dios, Lina, déjame! ...
–¿Y por qué no me miras? –insistió casi llorando.

Yo sentía honda pena de mortificarla y a la vez mucha vergüenza de confesarle mi necedad: –No te miro, porque tus ojos me asesinan; porque les tengo un miedo cerval, que no me explico, ni puedo reprimir–. Callé, pues, y me fui a mi casa, después de que Lina dejó la habitación llorando.

Al día siguiente, cuando volví a verla, me hicieron pasar a su alcoba: Lina había amanecido enferma con angina. Mi novia estaba en cama y la habitación casi a oscuras. ¡Cuánto me alegré de esto último! Me senté junto al lecho, le hablé apasionadamente de mis proyectos para el futuro. En la noche había pensado que lo mejor para que fuéramos felices, era confesar mis ridículos sufrimientos. Quizá podríamos ponernos de acuerdo... Usando anteojos negros... quizá. Después que le referí mis dolores, Lina se quedó un momento en silencio.

–¡Bah, que tontería! –fue todo lo que contestó.

Durante veinte días no salió Lina de la cama y había orden del médico de que no me dejaran entrar. El día en que Lina se levantó me mandó llamar. Faltaban pocos días para nuestra boda, y ya había recibido infinidad de regalos de sus amigos y parientes. Me llamó Lina para mostrarme el vestido de azahares, que le habían traído durante su enfermedad, así como los obsequios. La habitación estaba envuelta en una oscura penumbra en la que apenas podía yo ver a Lina; se sentó en un sofá de espaldas a la entornada ventana, y comenzó a mostrarme brazaletes, sortijas, collares, vestidos, una paloma de alabastro, dijes, zarcillos y no sé cuánta preciosidad. Allí es–taba el regalo de su padre, el viejo armador: consistía en un pequeño yate de paseo, es decir, no estaba el yate, sino el documento de propiedad; mis regalos también estaban y también el que Lina me hacía, consistente en una cajita de cristal de roca, forrada con terciopelo rojo.

Lina me alcanzaba sonriente los regalos y yo, con galantería de enamorado, le besaba la mano. Por fin, trémula, me alcanzó la cajita.

–Mírala a la luz –me dijo– son piedras preciosas, cuyo brillo conviene apreciar debidamente.

Y tiró de una hoja de la ventana. Abrí la caja y se me erizaron los cabellos de espanto; debí ponerme monstruosamente pálido. Levanté la cabeza horrorizado y vi a Lina que me miraba fijamente con unos ojos negros, vidriosos e inmóviles. Una sonrisa, entre amorosa e irónica, plegaba los labios de mi novia, hechos con zumos de fresas silvestres. Salté desesperado y cogí violentamente a Lina de la mano.

–¿Qué has hecho, desdichada?
–¡Es mi regalo de boda! –respondió tranquilamente.

Lina estaba ciega. Como huéspedes azorados estaban en las cuencas unos ojos de cristal, y los suyos, los de mi Lina, esos ojos extraños que me habían mortificado tanto, me miraban amenazadores y burlones desde el fondo de la caja roja, con la misma mirada endiablada de siempre...

Cuando terminó Jym, quedamos todos en silencio, profundamente emocionados. En verdad que la historia era terrible. Jym tomó un vaso de ajenjo y se lo bebió de un trago. Luego nos miró con aire melancólico. Mis amigos miraban, pensativos, el uno la claraboya del camarote y el otro la lámpara que se bamboleaba a los balances del buque. De pronto, Jym soltó una carcajada burlona, que cayó como un enorme cascabel en medio de nuestras meditaciones.

–¡Hombres de Dios! ¿Creéis que haya mujer alguna capaz del sacrificio que os he referido? Si los ojos de una mujer os hacen daño, ¿sabéis cómo lo remediará ella? Pues arrancando los vuestros para que no veáis los suyos. No; amigos míos, os he referido una historia inverosímil cuyo autor tengo el honor de presentaros.

Y nos mostró, levantando en alto su botellita de ajenjo, que parecía una solución concentrada de esmeraldas.


lunes, 31 de julio de 2017

Breve cuento extraído del libro:"Padre rico, padre pobre", de Robert Kiyosaki.


Durante mi infancia tuve en consideración a dos padres, uno rico y uno pobre. Mi padre pobre, que era mi padre biológico, nunca completó el octavo grado, mi otro padre que era rico, era el padre mi mejor amigo. Ambos hombres eran fuertes, carismáticos e influyentes.

Si yo hubiese considerado a tan solo un padre, habría tenido que aceptar o rechazar sus consejos. El problema fue que durante ese relámpago momento de mi niñez, el hombre rico, todavía no era rico, ni tampoco el pobre era pobre aún.

Mis dos papás tenían formas opuestas de pensar. Un papá recomendaba: “estudia mucho, así encontrarás una buena compañía en la cual trabajar honradamente”. Éste papá decía: "la razón por la que no soy rico es porque los tengo a ustedes, niños”. Mientras que uno alentaba a hablar de negocios y dinero durante la cena. El otro prohibía que el tema dinero fuera discutido durante la comida.

Noté que mi papá pobre era pobre, no por la cantidad de dinero que ganaba, la cual era significativa como para cubrir nuestros gastos, sino por sus pensamientos y acciones. ¿A quién debía escuchar?, ¿A mi padre rico o a mi padre pobre? ambos hombres tenían un gran respeto por la educación y el aprendizaje. El otro me animaba a estudiar para ser rico, para entender cómo funciona el dinero, y para aprender cómo tenerlo trabajando para mí. “¡Yo no trabajo por dinero!” eran palabras que él repetía una y otra vez, “el dinero trabaja para mí”. A la edad de nueve años, decidí escuchar y aprender de mi padre rico acerca del dinero.

Así fue que un día, mi amigo Mike y yo nos reunimos con su papá. Ésa mañana Mike me recibió en la puerta. “Papá está hablando por teléfono, y dijo que esperáramos en el patio trasero”, dijo Mike, mientras me abría la puerta. Sentadas en el sofá, habían dos mujeres, frente a ellas estaba sentado un hombre. “¿Quiénes son esas personas?” pregunté. “Ah, trabajan para papá. “, respondió Mike. “Le preguntaste si nos podría enseñar a hacer dinero”, le dije Mike. “Bueno, al principio, mostró una expresión divertida en su rostro, y luego dijo que nos haría una oferta”; De repente, el papá de Mike irrumpió a través de una desvencijada puerta mosquitero. Mike y yo saltamos sobre nuestros pies, no por respeto sino porque nos asustamos. 

“¿Están listos chicos?” preguntó mientras traía una silla para sentarse con nosotros. Asentimos, apartando nuestras sillas de la pared para sentamos frente él. “Mike dice que quieres aprender a hacer dinero, ¿es correcto eso, Robert?” Asentí rápidamente, pero algo intimidado. El hombre tenía mucho poder detrás de sus palabras, y sonreía. “OK, aquí esta mi oferta. Les enseñaré, pero no lo haré al estilo de un salón de clases. Ustedes trabajan para mí, y yo les enseño. Esa es mí oferta. Tómenla, o déjenla” “Mmm... Puedo hacer una pregunta primero” -pregunté- “¡No!”, lo toman o lo dejan. Tengo mucho trabajo que hacer como para malgastar mi tiempo. Si ustedes no pueden tomar una decisión con firmeza, entonces por más que yo les enseñe, nunca aprenderán a ganar dinero. Ser capaz de saber cuando hacer decisiones rápidas es una habilidad importante. La escuela comienza o cierra en diez segundos”, dijo el papá de Mike con una sonrisa fastidiosa. “La tomo”, dije. “La tomo”, dijo Mike. “Bueno”, dijo el papá de Mike. “La Sra. Martín estará aquí en diez minutos. Cuando termine con ella, la acompañarán a mi mini-mercado y pueden empezar a trabajar. Les pagaré 10 centavos por hora y trabajaran tres horas cada sábado”.

Alrededor de las 9:00 a.m., Mike y yo estábamos trabajando para la Sra. Martin. Ella era la encargada de señalarnos nuestras tareas. Pasábamos tres horas tomando alimentos enlatados de los estantes y, con un plumero, cepillábamos cada lata para quitarle el polvo; luego las re-acomodábamos cuidadosamente. 

Era un trabajo extremadamente aburrido. Durante tres semanas, Mike y yo nos reportamos a la Sra. Martin y a nuestras tres horas, hasta el mediodía acababo nuestro trabajo, y entonces ella dejaba caer pequeñas monedas de diez centavos en cada una de nuestras manos. Era para mi edad un trabajo esclavizado, para el miércoles de la cuarta semana, yo estaba listo para renunciar. […]

“Estoy renunciando”, le dije a Mike en el almuerzo. Esta vez Mike sonrió. “¿De qué te ríes?” pregunté con enojo y frustración. Papi dijo que esto pasaría. El dijo que nos encontremos cuando estuvieras listo para renunciar” “¿Qué?” dije indignado. “¿El estuvo esperando a que yo me hartara?” “Algo así”, dijo Mike. “Le diré que estás listo”.

El sábado a las 8:00 am atravesé la puerta de la casa de Mike. “Toma asiento y espera tú turno”, dijo el papá de Mike, cuando entré. Se dio la vuelta y desapareció dentro de su pequeña oficina cercana a su dormitorio. Transcurrieron cuarenta y cinco minutos, y yo ya estaba echando vapor. En un momento, estuve listo para irme, pero por alguna razón, me quedé. 

Finalmente, quince minutos más tarde, a las 9:00 am., padre rico salió y sin decir nada, me hizo señas con su mano para que entrara a su oficina. “Entiendo que quieres un aumento, o renunciarás”, dijo mientras giraba en la silla de su escritorio. “Bueno, usted no está cumpliendo su parte del trato”, dije sin consideraciones, casi con lagrimas. “Usted dijo que me enseñaría si yo trabajaba para usted. Bien, lo he hecho. He trabajado esforzadamente. He dejado de lado mis partidos de baseball para trabajar para usted. Pero usted no mantuvo su palabra. No me ha enseñado nada. Me hizo esperar y no me ha demostrado respeto. Soy solo un chiquillo, y merezco ser tratado mejor”, “No está mal”, dijo.

“En menos de un mes, ya suenas como la mayoría de mis empleados” me dijo; “¿Cómo?” pregunte. Y continué con mis agravios, sin entender lo que él me estaba diciendo. “Pensé que usted iba a cumplir su parte del trato y enseñarme. En lugar de eso, quiere ¡torturarme! Eso es cruel. Eso es realmente cruel” “Te estoy enseñando” dijo papá rico calmadamente. “¿Qué me está enseñando? iNada! agregué enojado. “Ni siquiera me a hablado una sola vez desde el momento en que accedí a trabajar con usted por diez centavos la hora. “¡Guau!” dijo papá rico. “Ahora suenas igual que la mayoría de la gente que solía trabajar para mí. Gente que, o bien yo despedí, o renunciaron” “¿Entonces, ¿qué tiene para decir?” demandé, sintiéndome demasiado embravecido para ser un niño pequeño. “Usted me mintió. He trabajado para usted, y no mantuvo su palabra. No me ha enseñado nada”

“¿Cómo sabes que no te he enseñado nada?”, me preguntó padre rico con calma. “Bueno, usted nunca me ha dirigido la palabra. He trabajado por semanas, y usted no me ha enseñado nada”, dije casi lloriqueando. “¿Acaso enseñar significa hablar o disertar?” me preguntó padre rico. “Bueno, si”, replique. “Así es como te enseñan en el colegio”, dijo él sonriendo. “Pero esta es la forma en que la vida te enseña, y diría que la vida es la mejor maestra de todas. La mayor parte del tiempo, la vida no te habla, te va empujando. Cada empujón es la vida diciéndote, despierta; hay algo que quiero que aprendas.

Podría haber hablado hasta que mí cara se pusiera azul, pero ustedes no hubieran podido escuchar ni una sola cosa. Así que, decidí dejar que la vida presionara un poco, para que entonces pudieran escucharme. Por eso les pagué solo 10 centavos”. “He mantenido mi promesa. Les he estado enseñando a distancia”, dijo padre rico. “A Los 9 años de edad, han probado la experiencia que significa trabajar por un poco de dinero. Solo multiplica tu último mes que haz pasado por los cincuenta años que te quedan todavía, y tendrán una idea de como la mayoría de la gente gasta su vida” […]; “Derrepente he sido un poco cruel hasta el día de hoy con Uds muchachos, sin embargo les aseguro que la vida lo será aún más”, dijo. Así con estas palabras, padre rico, levantándose de su sillón, caminó lentamente  por delante de nosotros dirigiéndose  hacia su ventana, tomó un gran aire y lo botó mediante un profundo suspiro, luego prosiguió:

Quiero que observen a la Sra. Martin y a la mayoría de las personas que están jugando softball ahí en el parque. Ella trabaja duro, por poca plata, colgada de la ilusión de la seguridad de un trabajo medianamente estable, esperando con agrado las tres semanas de vacaciones anuales, y una magra pensión luego de cuarenta y cinco años de trabajo.


Al igual que ella, sus vidas girarán en torno a un salario o, como yo suelo llamarlo, en torno a la columna de sus ingresos, y después de aquí a cierto tiempo, luego de desarrollar sus habilidades académicas, de seguro cursarán niveles universitarios superiores, para incrementar sus capacidades profesionales. Estudiarán para convertirse en ingenieros, científicos, cocineros, oficiales de policía, artistas, escritores, etcétera. Esa capacitación profesional los habilitará para ingresar a la fuerza laboral, y trabajar por el dinero, o sea se convertirán en lo que llamamos “nuestros empleados”.

Ellos pasan sus vidas ocupándose del negocio de otro, y haciendo rica a esa otra persona. Para estar financieramente seguro, uno necesita ocuparse de su propio negocio. Su negocio gira en torno a la columna del activo valores, inversiones, en oposición a la columna de sus ingresos, es conocer la diferencia entre valores e inversiones, y compromisos u obligaciones, e invertir en el primer grupo.

Una persona rica se enfoca en la columna de sus inversiones, mientras que el resto lo hace en lo que su corazón les dicta que gasten. Esa es la razón por la que tan a menudo escuchamos “Necesito un aumento.” “Si tan sólo lograra un ascenso.” “Volveré a estudiar para recibir más entrenamiento a fin de poder conseguir un mejor empleo.” “Trabajaré extra.” “Quizás pueda conseguir un segundo trabajo.” “En dos semanas renuncio. Conseguí un trabajo mejor remunerado.”

Es por esto, y ahora que ya saben como funciona el dinero, mi consejo sería que comience a ocuparse de su propio negocio. Mantenga su trabajo mensual para seguir ganando más experiencia y demás oportunidades para poder emprender algo, pero comience a adquirir verdaderas inversiones, no obligaciones o efectos personales que no tienen valor real una vez puestos en su casa. Finalmente padre rico nos dijo:

Si el continuar con este trabajo los entusiasma, les daré un aumento de 25 centavos por hora” Con una sonrisa, papá rico dijo, “¿No suenan buenos los 25 centavos? ¿No hace que su corazón comience a latir más rápido?” Sacudí mi cabeza con un “no”, pero en realidad no era así. Veinticinco centavos por hora hubieran sido un gran monto para mí. “OK, les pagaré un dólar por hora”, dijo padre rico, con una mueca burlona. Ahora mi corazón empezaba a correr. Mi cerebro chillaba, “tómalo, tómalo” Yo no podía creer lo que estaba escuchando. Pero aún así, no dije nada. “OK, 2 dólares por hora” Mi pequeño cerebro de 9 años y mi corazón, casi explotaban. Después de todo, estábamos en 1956 y que me pagaran 2 dólares por hora me hubiera convertido en el niño más rico del mundo. No podía imaginarme ganando esa cantidad de dinero. Yo quería decir  “si” Quería aceptar el trato. Podía ver una nueva bicicleta, guantes de baseball nuevos, y la adoración de mis amigos cuando mostrara algo de efectivo en el colegio. Además de eso, Jimmy y sus amigos ricos nunca podrían volver a llamarme pobre. Pero por alguna razón mi boca permaneció en silencio.

Quizás mi cerebro se recalentó y comenzó a derretirse. Pero en lo profundo de mi ser, yo realmente no quería esos 2 dólares por hora. Padre rico veía ante sí a dos muchachitos que le devolvían fijamente la mirada, con los ojos muy abiertos y el cerebro en blanco. El sabía que nos estaba probando, y que nuestra parte emocional quería aceptar el trato. El sabía que el alma de cada ser humano tiene un punto débil y lleno de necesidades, que puede ser comprado. Y él sabía que el alma de cada ser humano también tenía una parte llena de fortaleza y de resolución, que no podría ser comprada jamás. La cuestión era cual de las dos partes era la mas fuerte. El había puesto a prueba a miles de almas en su vida.

El examinaba almas cada vez que entrevistaba a alguien para un trabajo. “Bien, que sean 5 dólares por hora” De repente, hubo un silencio dentro de mí. Algo había cambiado. La oferta era demasiado buena, y ya se había vuelto ridícula. No muchos adultos en 1956 ganaban más de 5 dólares por hora. La tentación desapareció, y se instaló la calma. Lentamente, giré a mi izquierda y miré a Mike. El me devolvió la mirada. La parte de mi alma que era débil y necesitada, estaba silenciosa. La parte de mí alma que no tenía precio tomó su lugar. Una calma y una certeza acerca del dinero penetraron en mi cerebro y en mi alma. Yo sabía que Mike había llegado también a ese punto. “Bien”, dijo padre rico suavemente. “Casi todas las personas tienen un precio. Y ese precio está dado por dos emociones humanas: el miedo y la ansiedad. 

Primero, el miedo a quedarse sin dinero nos motiva a trabajar duro y a aceptar cualquier oferta, y entonces, una vez que obtenemos nuestro cheque, la ansiedad y el deseo nos llevan a pensar en todas las cosas maravillosas que el dinero puede comprar. Y así, el patrón queda configurado” ¿Qué patrón?” pregunté. El patrón de levantarse, ir a trabajar, pagar cuentas, levantarse, ir a trabajar, pagar cuentas…Sus vidas entonces estarán  guiadas para siempre por dos emociones, el miedo y la ansiedad. Si les ofrecen más dinero, ellos continuaran el ciclo, incrementando también sus gastos. ¿Existe otra manera?” preguntó Mike. “Si” dijo padre rico lentamente. “Pero sólo unas pocas personas la encuentran” ¿Cuál es esa manera?” nuevamente Mike preguntó. “Eso chicos, es lo que yo espero que ustedes descubran en la medida que estudien y trabajen conmigo. “Bueno, el primer paso es decir la verdad”, dijo padre rico. “¿La verdad acerca de qué?” pregunté. ‘“Acerca de cómo se están sintiendo”, dijo padre rico. “No tienen que decírselo a nadie más. Sólo a sí mismos” ¿Usted quiere decir que las personas que están en este parque, los que trabajan para usted, la Sra. Martin, ninguno de ellos hace eso?” pregunté. “Lo dudo”, dijo padre rico. “En lugar de eso, ellos sienten miedo de no tener dinero. En vez de confrontar el miedo, reaccionan, en lugar de pensar.

Reaccionan emocionalmente, en lugar de usar sus cabezas”, agregó, dando golpecitos sobre nuestras cabezas. “Entonces, consiguen unos pocos pesos en sus manos, y otra vez sus emociones -la alegría, el deseo, las ansias- toman posesión, y ellos vuelven a reaccionar, en vez de pensar” “¿De manera que sus emociones construyen sus pensamientos?” dijo Mike. “Correcto”, dijo padre rico. “En lugar de decir la verdad acerca de cómo se sienten, ellos reaccionan ante sus sentimientos, que les impiden pensar. Ellos sienten miedo, y van a trabajar, esperando que el dinero lo mitigue, pero no sucede así. Ese viejo miedo ronda a su alrededor, entonces van de nuevo al trabajo, esperando nuevamente que el dinero calme sus temores, pero una vez mas, no sucede así. El miedo los tiene atrapados en esta trampa de trabajar, ganar dinero, gastar, trabajar, ganar dinero, gastar, y esperar que el miedo se disipe. Pero cada mañana al levantarse, el miedo se levanta con ellos. Para millones de personas, ese viejo miedo es la causa de que no puedan conciliar el sueño, originándoles noches de agitación y temor. De manera tal que otra vez se levantan y van a trabajar, esperando que el cheque de su sueldo elimine ese miedo que corroe su alma. El dinero está manejando sus vidas, pero ellos se rehúsan a asumir la verdad. El dinero tiene el control de sus emociones, y en consecuencia, de sus almas...[…].

Pasamos las semanas siguientes en el colegio, pensando y hablando. Al final del segundo sábado, estaba nuevamente despidiéndome de la Sra. Martin y observando el pequeño estante de historietas del mini-market con una mirada pensativa.

De repente mientras la Sra. Martin nos decía adiós, note algo que ella hacía, nunca antes había observado. Ella estaba cortando en mitades la página frontal de los libritos de historietas. Guardaba la mitad superior de cada portada, desechando el resto de la revista dentro de una gran caja marrón de cartón prensado. Cuando le pregunté qué hacia con las historietas, me contestó que las arrojaba a la basura. “Las mitades superiores de las portadas se las entrego al distribuidor de libros, a modo de crédito para nuevos ejemplares. El vendrá en una hora” Mike y yo, esperamos esa hora. Enseguida el distribuidor llegó, y le pregunté si podríamos tomar los libritos de historietas. El me respondió: `Pueden tenerlos si trabajan también para mi estante de historietas dentro del local, y no los revenden” Nuestra sociedad fue revivida. La mama de Mike tenía una habitación en el sótano, que nadie usaba. La limpiamos, y comenzamos a apilar allí cientos de revistas de historietas.

Pronto, nuestra biblioteca de comics fue abierta al público. Contratamos a la hermana menor de Mike, a quien le encantaba estudiar, para ser la cabeza de la biblioteca. Ella cobraba a cada niño 10 centavos la entrada, y el lugar permanecía abierto desde las 2:30 hasta las 4:30 p.m. todos los días después del colegio. Los clientes, niños del vecindario, podían leer tantas revistas como pudieran, en esas dos horas. Era una ganga para ellos, dado que cada librito de historietas, costaba 10 centavos, y alcanzaban a leer cinco o seis en las dos horas.  

La hermana de Mike chequeaba a los niños cuando se iban, para asegurarse de que nadie se apropiara de ninguna revista. Ella también llevaba libros con los registros, dividiéndolos en cuántos niños venían por día, quiénes eran, y cualquier comentario que pudieran tener. Mike y yo promediamos los 9,50 dólares por semana, durante un periodo de tres meses. Le pagamos a su hermanita 1 dólar por semana, y la dejábamos leer gratis las historietas, lo cual rara vez hacia dado que estaba siempre estudiando. Mike y yo mantuvimos el acuerdo de trabajar en la tienda cada sábado, recolectando todos los libritos de historietas de todos los almacenes. Respetamos nuestro acuerdo de no vender ninguna revista, las quemábamos cuando se ponían muy andrajosas. Intentamos abrir una sucursal pero nunca pudimos encontrar alguien tan dedicado como la hermana de Mike, en quien pudiéramos confiar. A una edad temprana, descubrimos lo difícil que era encontrar buen personal. Tres meses después de que la biblioteca fuera abierta por primera vez, se suscitó una pelea en el lugar.

Algunos camorristas de otro vecindario lograron entrar por la fuerza, y la iniciaron. El padre de Mike sugirió que cerráramos el negocio. Así que nuestra tienda de historietas cerró, y nosotros dejamos de trabajar los sábados en el mini-mercado. De todos modos, el papá de Mike estaba feliz porque habíamos aprendido bien nuestra lección. Habíamos aprendido a tener dinero trabajando para nosotros. Al no estar conformes con nuestro trabajo en la tienda, nos vimos forzados a usar nuestra imaginación para identificar una oportunidad de ganar más dinero. Al iniciar nuestro propio negocio, la biblioteca de historietas, teníamos el control de nuestras propias finanzas, sin depender de un empleador. Lo mejor fue que nuestro negocio generaba dinero para nosotros, aun cuando no estábamos allí físicamente. Nuestro dinero trabajaba para nosotros. "En lugar de pagarnos con dinero, padre rico nos había dado mucho más. Algo mucho más valioso para toda mi vida"...

martes, 11 de julio de 2017

Un cuento corto: "Corazón delator" de Edgar Allan Poe


¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. 
Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen… y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre… Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio… ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado… con qué previsión… con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría… ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente… muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente… ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches… cada noche, a las doce… pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás… pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando… tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena… ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: “No es más que el viento en la chimenea… o un grillo que chirrió una sola vez”. Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par… y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí… ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez… nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar… ninguna mancha… ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo… ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues… ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara… hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba… ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso…, un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia… maldije… juré… Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto… más alto… más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían… y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces… otra vez… escuchen… más fuerte… más fuerte… más fuerte… más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí… ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!

Un cuento corto: "Dragón", de Vladimir Nabokov


Vivía recluido en una cueva profunda, lóbrega, en el mismo corazón de una montaña rocosa, alimentándose tan sólo de murciélagos, ratas y mantillo. 

Es verdad que, ocasionalmente, algún cazador de estalactitas o algún viajero curioso llegaba merodeando hasta la cueva, y su visita acababa resultando un verdadero festín. Entre sus recuerdos más placenteros se contaba el de un bandolero que trataba de escapar a la justicia y el de dos perros que alguien había soltado en la cueva con el fin de asegurarse de que existía un pasadizo que llegaba hasta el otro lado de la montaña. 

La naturaleza en torno a aquel lugar era salvaje, las rocas estaban salpicadas de nieve porosa y unas cascadas batían el aire con su rugido helado. El había sido incubado hacía unos mil años y, quizás porque su llegada a la vida se produjo de forma bastante inesperada -el inmenso huevo se rompió gracias al impacto de un relámpago en una noche de tormenta-, el dragón resultó ser más bien cobarde y no demasiado inteligente. 

Además, la muerte de su madre le había afectado mucho… Durante mucho tiempo su madre había sido el terror de los pueblos vecinos, había escupido fuego por su boca, provocando el enfado del rey que consecuentemente ordenó que su guarida estuviera constantemente vigilada por caballeros, los cuales eran destrozados y devorados por ella como si fueran nueces. Pero en una ocasión se tragó a un corpulento jefe real, y después se tumbó a echar la siesta sobre una roca al sol, y el gran Ganon en persona llegó al galope con su armadura de hierro, en un corcel negro cubierto de malla de plata. La pobre, soñolienta, trató de retirarse, su grupa verde y oro llameando como fuego al viento, pero el caballero cargó contra ella y consiguió atravesar el suave pecho blanco con su lanza. Ella se derrumbó y rápidamente el corpulento caballero surgió de la herida rosa, con el corazón enorme y todavía humeante bajo el brazo.

El joven dragón contempló todo esto escondido detrás de una roca y, desde entonces, no podía pensar en los caballeros sin ponerse a temblar. Se retiró a las profundidades de la cueva, de la que nunca salió. Y así pasaron diez siglos, el equivalente a veinte años para un dragón.

Y entonces, de repente, se sintió presa de una melancolía insoportable…

De hecho, el alimento putrefacto de la cueva le producía problemas gástricos feroces, dolores y ruidos desagradables. Tardó nueve años en tomar una determinación, pero finalmente, al décimo año se decidió. Despacio y con cautela, con un movimiento sinuoso de los anillos de su cola que se recogían para luego extenderse sobre el suelo, reptó fuera de su cueva.

De inmediato se dio cuenta de que era primavera. Las rocas negras, mojadas todavía con la lluvia reciente, brillaban todas; la luz del sol hervía en el torrente de la montaña; el aire estaba impregnado de caza salvaje. Y el dragón, olfateando con todas sus fuerzas, empezó su descenso hacia el valle. Su estómago satinado, blanco como los lirios, casi rozaba el suelo, unas manchas carmesí destacaban en sus flancos verdes, y las duras escamas se fundían, en su espalda, en una sierra de dientes de fuego, una cresta de rojizas grupas dobles que disminuían de tamaño al llegar a la cola flexible, poderosa y siempre en movimiento. 

Su cabeza era suave y verdosa; de su labio inferior, lleno de verrugas, colgaban burbujas de moco llameantes y sus gigantescas patas cubiertas de escamas, dejaban a su paso huellas profundas, concavidades en forma de estrella.

Lo primero que vio al descender al valle fue un tren que viajaba a lo largo de las laderas rocosas. La primera reacción del dragón fue de placer, porque confundió al tren con un pariente con el que podía jugar. No sólo eso, pensó que bajo aquella concha dura y brillante tenía que haber, con toda seguridad, una carne muy tierna. Así que se dispuso a seguirlo, con sus pies abofeteando el suelo con un ruido húmedo y seco, pero, justo cuando estaba a punto de engullir al último vagón, el tren se metió en un túnel. 

El dragón se detuvo, introdujo la cabeza en la guarida negra en la que se había perdido su presa, pero no consiguió meterse allí dentro. Se despachó con un par de estornudos tórridos que lanzó en aquellas profundidades y luego sacó la cabeza, se sentó en los flancos traseros y se dispuso a esperar -quién sabe, a lo mejor volvía a salir corriendo de aquel agujero. Después de aguardar durante algún tiempo sacudió la cabeza y emprendió la marcha. Justo en aquel momento un tren salió a toda velocidad de la guarida negra, emitió un furtivo relámpago de fulgor en el cristal de sus ventanas, y desapareció tras una curva. El dragón volvió la vista herido y, alzando la cola como una pluma, reanudó su viaje.

Caía la noche. La niebla flotaba sobre los campos de hierba. La bestia gigante, grande como una montaña de verdad, fue vista por algunos campesinos que regresaban a sus casas, y que quedaron petrificados de asombro. Un cochecillo que pasaba deprisa por la carretera vio cómo le explotaban las cuatro llantas de puro miedo, dio una vuelta de campana y acabó en una zanja. Pero el dragón seguía caminando, sin darse cuenta de nada; desde lejos le llegaba el aroma cálido de la masa de humanos concentrados, y hacia allí dirigía sus pasos. Y, de nuevo, contra la extensión azul del cielo nocturno, se alzaron frente a él las negras chimeneas de las fábricas, guardianes de una gran ciudad industrial.

Los personajes principales de esta ciudad eran dos: el propietario de la Compañía de Tabaco Milagro y el de la Compañía de Tabaco Casco de Hierro. Entre ambos hervía el odio de una hostilidad acerba y antigua como el tiempo, sobre la que se podría escribir todo un poema épico. Rivalizaban en todo -en los colores abigarrados de sus anuncios, en sus técnicas de distribución, en sus precios, en sus relaciones laborales-, pero no había manera de saber quién era el ganador en esta guerra continua.

Aquella noche memorable, el propietario de la Compañía Milagro se quedó hasta muy tarde en su despacho. Junto a él, sobre su mesa, había una pila de anuncios nuevos, recién salidos de imprenta que los obreros de la cooperativa iban a pegar por la ciudad al amanecer.

De repente, una campana rompió el silencio de la noche y, unos segundos más tarde, entró un hombre pálido, macilento, con una verruga como una bardana en la mejilla derecha. El propietario le conocía: era el dueño de una taberna modelo que la Compañía Milagro había abierto en las afueras de la ciudad.

- Van a dar las dos de la mañana, amigo mío. La única justificación que se me ocurre para su visita ha de ser un acontecimiento de inusitada importancia.

- Exactamente -dijo el tabernero en un tono tranquilo, aunque la verruga no dejaba de moverse. Esto es lo que contó:

Había echado a la calle a cinco obreros completamente borrachos.

Debían de haber visto algo extraordinariamente raro en el exterior, porque todos ellos se echaron a reír: «Oh, oh, oh -gruñía una de las voces-, igual es que he bebido de más, ya que veo ante mis narices, grande como la vida, la hidra contrarrevoluciona…».

No tuvo tiempo de terminar, porque se produjo un estallido, un ruido aterrador, poderoso, y alguien dio un grito. El tabernero salió fuera a ver qué pasaba. Un monstruo, brillando en las tinieblas como una montaña mojada, se estaba tragando algo enorme, con la cabeza inclinada hacia atrás, dejando al descubierto su cuello blanquecino que al moverse conformaba como una cadena de colinas; se tragaba aquello y chupaba los huesos, sin dejar de balancearse con todo su cuerpo, hasta que finalmente se acomodó tumbado en medio de la calle. 

- Creo que se ha quedado dormido -acabó el tabernero, sujetándose su verruga crispada con el dedo.

El propietario de la fábrica se levantó. Los robustos empastes de sus muelas destellaban con el fuego dorado de su inspiración. La llegada de un dragón de carne y hueso no le sugería otro sentimiento distinto del deseo apasionado que guiaba su existencia entera, el deseo de infligir una derrota a la compañía rival.     -¡Eureka! -exclamó-. Escucha, buen hombre, ¿hay algún otro testigo? 

- No creo -replicó el otro-. Estaba todo el mundo en la cama, y decidí no despertar a nadie y venir directamente a verle. Para evitar el pánico.

El propietario de la fábrica se puso el sombrero.

- Espléndido. Coge esto, no, no hace falta que cojas toda la pila, cuarenta serán suficientes, y trae también esa lata y el cepillo. Y ahora, muéstrame el camino.

Salieron a la noche oscura y muy pronto se encontraron en la calle tranquila en cuyo extremo, según el tabernero, reposaba un monstruo. Primero, a la luz de una solitaria farola amarilla, vieron a un policía boca abajo en medio de la calzada. Luego se supo que, mientras hacía su ronda nocturna, se había topado con el dragón y se había dado tal susto que se quedó boca abajo petrificado en aquella posición. El propietario de la fábrica, un hombre del tamaño y fuerza de un gorila, lo volvió a su posición vertical y lo apoyó contra el poste de la farola, y luego se acercó al dragón. 

El dragón estaba dormido, como no podía ser menos. Resulta que los individuos que había devorado estaban empapados en vino, y se habían reventado entre sus mandíbulas. El alcohol, en un estómago vacío, se le había subido directamente a la cabeza por lo que había dejado caer la fina película de sus pestañas con una sonrisa de beatitud. Estaba tumbado con las patas delanteras recogidas bajo su panza, y el resplandor de la farola destacaba el brillo de los arcos de sus dobles protuberancias vertebrales.

- Saca la escalera -dijo el propietario de la fábrica-.

Y yo mismo procederé a pegarlas.

Y escogiendo las zonas planas de los flancos verdes y viscosos del monstruo, empezó a extender sin prisa pasta de pegar en las escamas de la piel colocando después en ella enormes carteles de propaganda. Cuando hubo utilizado todas las hojas disponibles, le dio al tabernero un apretón de manos significativo y, dando chupadas contundentes a su puro, volvió a casa.

Y llegó la mañana, una magnífica mañana de primavera dulcificada con una neblina lila. Y de repente la calle volvió a la vida con un clamor alegre, excitado, las puertas y también las ventanas se cerraban de golpe, la gente se apresuraba a bajar a la calle, mezclándose con todos aquellos que corrían hacia algún lugar sin parar de reírse. Lo que veían era un dragón que parecía de carne y hueso, cubierto completamente con anuncios de colores, que no paraba de chasquear su cuerpo contra el asfalto. Tenía un cartel pegado incluso en la calva coronilla de la cabeza. «Fume sólo Brand», retozaban las letras azul y carmesí de los anuncios.

«Los locos son los únicos que no fuman mis cigarrillos», «Los cigarrillos Milagro convierten el aire en miel», «¡Milagro, Milagro, Milagro!».

Realmente es un milagro, decía la gente sin parar de reír, y cómo lo habrán hecho, ¿será una máquina o habrá gente dentro?

El dragón estaba destrozado después de su borrachera involuntaria. El vino barato le había revuelto el estómago, se sentía débil, y pensar en el desayuno lo ponía peor. Además, le atormentaba un agudo sentimiento de vergüenza, la insoportable timidez de una criatura que se encuentra por primera vez en presencia y rodeado de una multitud. En verdad que lo que deseaba en aquel momento era volver lo más pronto posible a su cueva, pero eso habría sido aún más vergonzante, así que siguió con su inexorable marcha a través de la ciudad.

Unos hombres que llevaban unos carteles a la espalda le protegían de los curiosos y de los chavales que querían deslizarse bajo su vientre blanco, encaramarse a lo alto de su espalda o tocarle el hocico. Había música, gente que miraba asombrada desde cada ventana, y detrás del dragón marchaba una procesión de automóviles en fila india, en uno de los cuales iba repantigado el propietario de la fábrica, el héroe del día.

El dragón caminaba sin mirar a nadie, consternado ante el regocijo que había provocado.

Mientras tanto, en una oficina soleada, el fabricante rival, el propietario de la Compañía del Gran Casco de Hierro, recorría sin descanso y con los puños cerrados, en un gesto de exasperación, una alfombra suave como el musgo. Junto a una ventana abierta y sin dejar de observar tamaña procesión, se encontraba su novia, una menuda bailarina de cuerda floja.

- Esto es un ultraje -gritaba sin cesar el fabricante, un hombre de mediana edad, calvo, con bolsas azules bajo los ojos-. La policía debería poner fin a semejante escándalo… ¿Cómo y cuándo ha conseguido llenar con carteles a ese muñeco relleno?

- Ralph -gritó de repente la bailarina, dando palmadas-. Ya sé lo que tienes que hacer. En el circo tenemos un número que se llama El Torneo y…

Con un suspiro tórrido, mirándole desorbitada con sus ojos de muñeca ribeteados de rímel, le contó su plan.

El rostro del fabricante rebosaba de satisfacción. Al minuto siguiente ya estaba en el teléfono hablando con el manager del circo.

- Ya está -dijo el fabricante, colgando el teléfono-.

El títere está hecho de goma. Veremos lo que queda de él cuando le hayamos dado un buen pinchazo.

Mientras tanto, el dragón había cruzado el puente, la plaza del mercado y la catedral gótica, que le despertó recuerdos repugnantes, había continuado por el bulevar principal y cuando se disponía a atravesar una gran plaza, apareció, abriéndose paso entre la multitud, un caballero armado, que se dirigía a la carga contra él.

El caballero llevaba una armadura de hierro, con la visera baja, un penacho fúnebre en el casco y cabalgaba a lomos de un impresionante caballo negro con cota de malla. Junto a él unas mujeres vestidas de pajes portaban las armas, con unos pendones pintorescos diseñados a toda velocidad en los que se anunciaba:

«Gran Casco», «Fume sólo Gran Casco de hierro», «Casco de hierro es el mejor»

El jinete del circo que se hacía pasar por caballero hincó espuelas y aprestó su lanza. Pero por alguna razón el corcel empezó a retroceder, echando espuma, y luego, de repente se alzó de manos para acabar dejándose caer pesadamente sobre sus cuartos traseros. Derribó al caballero, que cayó al asfalto, con semejante estrépito que hubiera podido pensarse que alguien había tirado la vajilla entera por la ventana. Pero el dragón no vio nada de esto. Al primer movimiento del caballero se detuvo abruptamente, y luego, se dio la vuelta a toda velocidad, derribando a su paso con la cola a dos ancianas que contemplaban la escena desde un balcón, y aplastando a los espectadores que habían comenzado a dispersarse, emprendió la huida. De un salto, se colocó fuera de la ciudad, voló a través de los campos, trepó como pudo por las pendientes rocosas, y se zambulló en su caverna sin fondo. 

Una vez allí, se dejó caer de espaldas, con las patas encogidas y, mostrando su blanco y satinado estómago que no dejaba de temblar bajo las oscuras bóvedas, dio un suspiro profundo, cerró sus ojos asombrados y murió.