miércoles, 18 de octubre de 2017

Cuento corto: "El niño de junto al cielo", de Enrique Congrains Martín.

Por alguna desconocida razón, Esteban había llegado al lugar exacto, precisamente al único lugar... Pero ¿no sería más bien, que “aquello” había venido hacia él? Bajó la vista y volvió a mirar. Sí, ahí seguía el billete anaranjado, junto a sus pies, junto a su vida. ¿Por qué, por qué él? Su madre se había encogido de hombros al pedirle él autorización para conocer la ciudad, pero después le advirtió que tuviera cuidado con los carros y con las gentes. Había descendido desde el cerro hasta la carretera y, a los pocos pasos, divisó “aquello” junto al sendero que corría paralelamente a la pista. Vacilante, incrédulo, se agachó y lo tomó entre sus manos. Diez, diez, diez, era un billete de diez soles, un billete que contenía muchísimas pesetas, innumerables reales.

¿Cuántos reales, cuántos medios exactamente? Los conocimientos de Esteban no abarcaban tales complejidades y, por otra parte, le bastaba con saber que se trataba de un papel anaranjado que decía “diez” por sus dos lados. Siguió por el sendero, rumbo a los edificios que se veían más allá de ese otro cerro cubierto de casas. Esteban caminaba unos metros, se detenía y sacaba el billete del bolsillo para comprobar su indispensable presencia. ¿Había venido el billete hacia él —se preguntaba— o era él el que había ido hacia el billete? Cruzó la pista y se internó en un terreno salpicado de basuras, desperdicios de albañilería y excrementos; llegó a una calle y desde allí divisó el famoso mercado, el mayorista, del que tanto había oído hablar. ¿Eso era Lima, Lima, Lima?...

La palabra le sonaba a hueco. Recordó: su tío le había dicho que Lima era una ciudad grande, tan grande que en ella vivían un millón de personas. ¿La bestia con un millón de cabezas? Esteban había soñado hacía unos días, antes del viaje, en eso: una bestia con un millón de cabezas. Y ahora él, con cada paso que daba, iba internándose dentro de la bestia... Se detuvo, miró y meditó: la ciudad, el mercado mayorista, los edificios de tres y cuatro pisos, los autos, la infinidad de gentes —algunas como él, otras no como él— y el billete anaranjado, quieto, dócil en el bolsillo de su pantalón.

El billete llevaba el “diez” por ambos lados y en eso se parecía a Esteban. Él también llevaba el “diez” en su rostro y en su conciencia. El “diez años” lo hacía sentirse seguro y confiado, pero sólo hasta cierto punto. Antes, cuando comenzaba a tener noción de las cosas y de los hechos, la meta, el horizonte había sido fijado en los diez años. ¿Y ahora? No, desgraciadamente no. Diez años no era todo. Esteban se sentía incompleto aún. Quizá si cuando tuviera doce, quizá si cuando llegara a los quince. Quizá ahora mismo, con la ayuda del billete anaranjado. Estuvo dando vueltas, atisbando dentro de la bestia, hasta que llegue a sentirse parte de ella. Un millón de cabezas y, ahora, una más. La gente se movía, se agitaba, unos iban en una dirección, otros en otra, y él, Esteban, con el billete anaranjado, quedaba siempre en el centro de todo, en el ombligo mismo.

Unos muchachos de su edad jugaban en la vereda. Esteban se detuvo a unos metros de ellos y quedó observando el ir y venir de las bolas; jugaban dos y el resto hacía ruedo. Bueno, había andado unas cuadras y por fin encontraba seres como él, gente que no se movía incesantemente de un lado a otro. Parecía, por lo visto, que también en la ciudad había seres humanos. ¿Cuánto tiempo estuvo contemplándolos? ¿Un cuarto de hora? ¿Media hora? ¿Una hora, acaso dos? Todos los chicos se habían ido, todos menos uno. Esteban quedó mirándolo, mientras su mano dentro del bolsillo acariciaba el billete. —¡Hola, hombre! —Hola... —respondió Esteban, susurrando casi.

El chico era más o menos de su misma edad y vestía pantalón y camisa de un mismo tono, algo que debió ser caqui en otros tiempos, pero que ahora pertenecía a esa categoría de colores vagos e indefinibles. —¿Eres de por acá? —le preguntó a Esteban. —Sí, este... —se aturdió y no supo cómo explicar que vivía en el cerro y que estaba de viaje de exploración a través de la bestia de un millón de cabezas. —¿De dónde, ah? —se había acercado y estaba frente a Esteban. Era más alto y sus ojos, inquietos, le recorrían de arriba abajo—. ¿De dónde, ah? —volvió a preguntar. —De allá, del cerro —y Esteban señaló en la dirección en que había venido. —¿San Cosme? Esteban meneó la cabeza negativamente. —¿Del Agustino? —¡Sí, de ahí! —exclamó sonriendo. Ése era el nombre y ahora lo recordaba. Desde hacía meses, cuando se enteró de la decisión de su tío de venir a radicarse a Lima, venía averiguando cosas de la ciudad.

Fue así como supo que Lima era muy grande, demasiado grande tal vez; que había un sitio que se llamaba Callao y que ahí llegaban buques de otros países; que había lugares muy bonitos, tiendas enormes, calles larguísimas... ¡Lima!... Su tío había salido dos meses antes que ellos con el propósito de conseguir casa. Una casa. “¿En qué sitio será?”, le había preguntado a su madre. Ella tampoco sabía. Los días corrieron y después de muchas semanas llegó la carta que ordenaba partir. ¡Lima!... ¿El cerro del Agustino, Esteban? Pero él no lo llamaba así. Ese lugar tenía otro nombre. La choza que su tío había levantado quedaba en el barrio de Junto al Cielo. Y Esteban era el único que lo sabía. —Yo no tengo casa... —dijo el chico, después de un rato. Tiró una bola contra la tierra y exclamó—: ¡Caray, no tengo! —¿Dónde vives, entonces? —se animó a inquirir Esteban. El chico recogió la bola, la frotó en su mano y luego respondió: —En el mercado; cuido la fruta, duermo a ratos... —amistoso y sonriente, puso una mano sobre el hombro de Esteban y le preguntó—: ¿Cómo te llamas tú? —Esteban... —Yo me llamo Pedro —tiró la bola al aire y la recibió en la palma de su mano—. Te juego, ¿ya, Esteban? Las bolas rodaron sobre la tierra, persiguiéndose mutuamente.

Pasaron los minutos, pasaron hombres y mujeres junto a ellos, pasaron autos por la calle, siguieron pasando los minutos. El juego había terminado, Esteban no tenía nada que hacer junto a la habilidad de Pedro. Las bolsas al bolsillo y los pies sobre el cemento gris de la acera. ¿Adónde ahora? Empezaron a caminar juntos. Esteban se sentía más a gusto en compañía de Pedro que estando solo. Dieron algunas vueltas. Más y más edificios. Más y más gentes. Más y más autos en las calles. Y el billete anaranjado seguía en el bolsillo. Esteban lo recordó. —¡Mira lo que me encontré! —lo tenía entre sus dedos y el viento lo hacía oscilar levemente. —¡Caray! —exclamó Pedro y lo tomó, examinándolo al detalle—. ¡Diez soles, caray! ¿Dónde lo encontraste? —Junto a la pista, cerca del cerro —explicó Esteban. Pedro le devolvió el billete y se concentró un rato. Luego preguntó: —¿Qué piensas hacer, Esteban? —No sé, guardarlo, seguro... —y sonrió tímidamente. —¡Caray, yo con una libra haría negocios, palabra que sí! —¿Cómo? Pedro hizo un gesto impreciso que podía revelar, a un mismo tiempo, muchísimas cosas. Su gesto podía interpretarse como una total despreocupación por el asunto —los negocios— o como una gran abundancia de posibilidades y perspectivas. Esteban no comprendió. —¿Qué clase de negocios, ah? —¡Cualquier clase, hombre! —pateó una cáscara de naranja, que rodó desde la vereda hasta la pista; casi inmediatamente pasó un ómnibus que la aplastó contra el pavimento—. Negocios hay de sobra, palabra que sí. Y en unos dos días cada uno de nosotros podría tener otra libra en el bolsillo. —¿Una libra más? —preguntó Esteban, asombrándose. —¡Pero, claro; claro que sí!... —volvió a examinar a Esteban y le preguntó—: ¿Tú eres de Lima? Esteban se ruborizó. No, él no había crecido al pie de las paredes grises, ni jugando sobre el cemento áspero e indiferente. Nada de eso en sus diez años, salvo lo de ese día. —No, no soy de acá, soy de Tarma; llegué ayer... —¡Ah! —exclamó Pedro, observándolo fugazmente—. ¿De Tarma, no? —Sí, de Tarma... Habían dejado atrás el mercado y estaban junto a la carretera.

A medio kilómetro de distancia se alzaba el cerro del Agustino, el barrio de Junto al Cielo, según Esteban. Antes del viaje, en Tarma, se había preguntado: “¿Iremos a vivir a Miraflores, al Callao, a San Isidro, a Chorrillos: en cuál de esos barrios quedará la casa de mi tío?” Habían tomado el ómnibus y después de varias horas de pesado y fatigante viaje arribaban a Lima. ¿Miraflores? ¿La Victoria? ¿San Isidro? ¿Callao? ¿Adónde, Esteban, adónde? Su tío había mencionado el lugar y era la primera vez que Esteban lo oía nombrar. “Debe ser algún barrio nuevo”, pensó.

Tomaron un auto y cruzaron calles y más calles. Todas diferentes, pero, cosa curiosa, todas parecidas también. El auto los dejó al pie de un cerro. Casas junto al cerro, casas en mitad del cerro, casas en la cumbre del cerro. Habían subido, y una vez arriba, junto a la choza que había levantado su tío, Esteban contempló a la bestia con un millón de cabezas. La “cosa” se extendía y se desparramaba, cubriendo la tierra de casas, calles, techos, edificios, más allá de lo que su vista podía alcanzar. Entonces Esteban había levantado los ojos y se había sentido tan encima de todo —o tan abajo quizá—, que había pensado que estaba en el barrio de Junto al Cielo. —Oye, ¿quisieras entrar en algún negocio conmigo? —Pedro se había detenido y lo contemplaba, esperando respuesta. —¿Yo?... —titubeando, preguntó—: ¿Qué clase de negocio? ¿Tendría otro billete mañana? —¡Claro que sí, por supuesto! —afirmó resueltamente. La mano de Esteban acarició el billete y pensó que podría tener otro billete más, y otro más y muchos más. Muchísimos billetes más, seguramente.

Entonces el “diez años” sería esa meta que siempre había soñado. —¿Qué clase de negocios se puede, ah? —preguntó Esteban. Pedro se sonrió y explicó: —Negocios hay muchos... Podríamos comprar periódicos y venderlos por Lima; podríamos comprar revistas, chistes... —hizo una pausa y escupió con vehemencia. Luego dijo, entusiasmándose—: Mira, compramos diez soles de revistas y las vendemos ahora mismo, en la tarde, y tenemos quince soles, palabra. —¿Quince soles? —¡Claro, quince soles! ¡Dos cincuenta para ti y dos cincuenta para mí! ¿Qué te parece, ah? Convinieron en reunirse al pie del cerro dentro de una hora; convinieron en que Esteban no diría nada, ni a su madre ni a su tío; convinieron en que venderían revistas y que de la libra de Esteban saldrían muchísimas cosas.

Esteban había almorzado apresuradamente y le había vuelto a pedir permiso a su madre para bajar a la ciudad. Su tío no almorzaba con ellos, pues en su trabajo le daban de comer gratis, completamente gratis, como había recalcado al explicar su situación. Esteban bajó por el sendero ondulante, saltó la acequia y se detuvo al borde de la carretera, justamente en el mismo lugar en que había encontrado, en la mañana, el billete de diez soles. Al poco rato apareció Pedro y empezaron a caminar juntos, internándose dentro de la bestia de un millón de cabezas. —Vas a ver qué fácil es vender revistas, Esteban.

Las ponemos en cualquier sitio, la gente las ve y, listo, las compra para sus hijos. Y si queremos nos ponemos a gritar en la calle el nombre de las revistas, y así vienen más rápido... ¡Ya vas a ver qué bueno es hacer negocios!... —¿Queda muy lejos el sitio? —preguntó Esteban, al ver que las calles seguían alargándose casi hasta el infinito. Qué lejos había quedado Tarma, qué lejos había quedado todo lo que hasta hace unos días había sido habitual para él. —No, ya no. Ahora estamos cerca del tranvía y nos vamos gorreando hasta el centro. —¿Cuánto cuesta el tranvía? —¡Nada, hombre! —y se rió de buena gana—. Lo tomamos no más y le decimos al conductor que nos deje ir hasta la Plaza de San Martín.

Más y más cuadras. Y los autos, algunos viejos, otros increíblemente nuevos y flamantes, pasaban veloces, rumbo sabe Dios dónde. —¿Adónde va toda esa gente en auto? Pedro sonrió y observó a Esteban. Pero, ¿adónde iban realmente? Pedro no halló ninguna respuesta satisfactoria y se limitó a mover la cabeza de un lado a otro. Más y más cuadras. Al fin terminó la calle y llegaron a una especie de parque. —¡Corre! —le gritó Pedro, de súbito.

El tranvía comenzaba a ponerse en marcha. Corrieron, cruzaron en dos saltos la pista y se encaramaron al estribo. Una vez arriba, se miraron sonrientes. Esteban empezó a perder el temor y llegó a la conclusión de que seguía siendo el centro de todo. La bestia de un millón de cabezas no era tan espantosa como había soñado, y ya no le importaba estar allí siempre, aquí o allá, en el centro mismo, en el ombligo mismo de la bestia. Parecía que el tranvía se había detenido definitivamente esta vez, después de una serie de paradas. Todo el mundo se había levantado de sus asientos y Pedro lo estaba empujando. —Vamos, ¿qué esperas? —¿Aquí es? —Claro, baja. Descendieron y otra vez a rodar sobre la piel de cemento de la bestia.

Esteban veía más gente y la veía marchar —sabe Dios dónde— con más prisa que antes. ¿Por qué no caminaban tranquilos, suaves, con gusto, como la gente de Tarma? —Después volvemos y por estos mismos sitios vamos a vender las revistas. —Bueno —asintió Esteban. El sitio era lo de menos, se dijo, lo importante era vender las revistas, y que la libra se convirtiera en varias más. Eso era lo importante. —¿Tú tampoco tienes papá? —le preguntó Pedro, mientras doblaban hacia una calle por la que pasaban los rieles del tranvía. —No, no tengo... —y bajó la cabeza, entristecido. Luego de un momento, Esteban preguntó—: ¿Y tú? —Tampoco, ni papá ni mamá —Pedro se encogió de hombros y apresuró el paso. Después inquirió descuidadamente—. ¿Y al que le dices “tío”? —Ah... él vive con mi mamá; ha venido a Lima de chofer... —calló, pero en seguida dijo—: Mi papá murió cuando yo era chico... —¡Ah, caray!... ¿Y tu “tío”, qué tal te trata? —Bien; no se mete conmigo para nada. —¡Ah! Habían llegado al lugar. Tras un portón se veía un patio más o menos grande, puertas, ventanas y dos letreros que anunciaban revistas al por mayor. —Ven, entra —le ordenó Pedro. Estaban adentro. Desde el piso hasta el techo había revistas, y algunos chicos como ellos; dos mujeres y un hombre seleccionaban sus compras.

Pedro se dirigió a uno de los estantes y fue acumulando revistas bajo el brazo. Las contó y volvió a revisarlas. —Paga. Esteban vaciló un momento. Desprenderse del billete anaranjado era más desagradable de lo que había supuesto. Se estaba bien teniéndolo en el bolsillo y pudiendo acariciarlo cuantas veces fuera necesario. —Paga —repitió Pedro, mostrándole las revistas a un hombre gordo que controlaba la venta. —¿Es justo una libra? —Sí, justo. Diez revistas a un sol cada una. Oprimió el billete con desesperación, pero al fin terminó por extraerlo del bolsillo.

Pedro se lo quitó rápidamente de la mano y lo entregó al hombre. —Vamos —dijo, jalándolo. Se instalaron en la Plaza San Martín y alinearon las diez revistas en uno de los muros que circundan el jardín. “Revistas, revistas, revistas, señor; revistas, señora, revistas, revistas.” Cada vez que una de las revistas desaparecía con un comprador, Esteban suspiraba aliviado. Quedaban seis revistas y pronto, de seguir así las cosas, no habría de quedar ninguna. —¿Qué te parece, ah? —preguntó Pedro, sonriendo con orgullo. —Está bueno, está bueno... —y se sintió enormemente agradecido a su amigo y socio. —Revistas, revistas; ¿no quiere un chiste, señor? El hombre se detuvo y examinó las carátulas. —¿Cuánto? —Un sol cincuenta, no más... La mano del hombre quedó indecisa sobre dos revistas. ¿Cuál, cuál llevará? Al fin se decidió. —Cóbrese. Y las monedas cayeron, tintineantes, al bolsillo de Pedro. Esteban se limitaba a observar; meditaba y sacaba sus conclusiones: una cosa era soñar, allá en Tarma, con una bestia de un millón de cabezas, y otra era estar en Lima, en el centro mismo del universo, absorbiendo y paladeando con fruición la vida.

Él era el socio capitalista y el negocio marchaba estupendamente bien. “Revistas, revistas”, gritaba el socio industrial, y otra revista más que desaparecía en manos impacientes. “¡Apúrate con el vuelto”, exclamaba el comprador. Y todo el mundo caminaba aprisa, rápidamente. “¿Adónde van, que se apuran tanto?”, pensaba Esteban. Bueno, bueno, la bestia era una bestia bondadosa, amigable, aunque algo difícil de comprender. Eso no importaba; seguramente, con el tiempo, se acostumbraría. Era una magnífica bestia que estaba permitiendo que el billete de diez soles se multiplicara. Ahora ya no quedaban más que dos revistas sobre el muro. Dos nada más y ocho desparramándose por desconocidos e ignorados rincones de la bestia. “Revistas, revistas, chistes a sol cincuenta, chistes...” Listo, ya no quedaba más que una revista y Pedro anunció que eran las cuatro y media. —¡Caray, me muero de hambre, no he almorzado!... —prorrumpió luego. —¿No has almorzado? —No, no he almorzado.. . —observó a posibles compradores entre las personas que pasaban y después sugirió—: ¿Me podrías ir a comprar un pan o un bizcocho? —Bueno —aceptó Esteban inmediatamente. Pedro sacó un sol del bolsillo y explicó: —Esto es de los dos cincuenta de mi ganancia, ¿ya? —Sí, ya sé. —¿Ves ese cine? —preguntó Pedro, señalando a uno que quedaba en esquina. Esteban asintió—. Bueno, sigues por esa calle y a mitad de cuadra hay una tiendecita de japoneses. Anda y cómprame un pan con jamón o tráeme un plátano y galletas, cualquier cosa, ¿ya, Esteban? —Ya. Recibió el sol, cruzó la pista, pasó por entre dos autos estacionados y tomó la calle que le había indicado Pedro. Sí, ahí estaba la tienda. Entró. —Déme un pan con jamón —pidió a la muchacha que atendía. Sacó un pan de la vitrina, lo envolvió en un papel y se lo entregó. Esteban puso la moneda sobre el mostrador. —Vale un sol veinte —advirtió la muchacha. —¡Un sol veinte!... —devolvió el pan y quedó indeciso un instante. Luego se decidió—: Dame un sol de galletas entonces.

Tenía el paquete de galletas en la mano y andaba lentamente. Pasó junto al cine y se detuvo a contemplar los atrayentes avisos. Miró a su gusto y, luego, prosiguió caminando. ¿Habría vendido Pedro la revista que le quedaba ? Más tarde, cuando regresara a Junto al Cielo, lo haría feliz, absolutamente feliz. Pensó en ello, apresuró el paso, atravesó la calle, esperó que pasaran unos automóviles y llegó a la vereda. Veinte o treinta metros más allá había quedado Pedro. ¿O se había confundido? Porque ya Pedro no estaba en ese lugar ni en ninguno otro.

Llegó al sitio preciso y nada, ni Pedro ni revista, ni quince soles, ni... ¿Cómo había podido perderse o desorientarse? Pero ¿no era ahí donde habían estado vendiendo las revistas? ¿Era o no era? Miró a su alrededor. Sí, en el jardín de atrás seguía la envoltura de un chocolate. El papel era amarillo con letras rojas y negras, y él lo había notado cuando se instalaron, hacía más de dos horas. Entonces, ¿no se había confundido? ¿Y Pedro, y los quince soles, y la revista? “Bueno, no era necesario asustarse”, pensó. Seguramente se había demorado y Pedro lo estaba buscando.


Eso tenía que haber sucedido obligadamente. Pasaron los minutos. No, Pedro no había ido a buscarlo: ya estaría de regreso de ser así. Tal vez había ido con un comprador a conseguir cambio. Más y más minutos fueron quedando a sus espaldas. No, Pedro no había ido a buscar sencillo: ya estaría de regreso de ser así. ¿Entonces?... —Señor, ¿tiene hora? —le preguntó a un joven que pasaba. —Sí, las cinco en punto. Esteban bajó la vista, hundiéndola en la piel de la bestia, y prefirió no pensar. Comprendió que, de hacerlo, terminaría llorando y eso no podía ser. Él ya tenía diez años, y diez años no eran ni ocho ni nueve. ¡Eran diez años! —¿Tiene hora, señorita? —Sí —sonrió y dijo con una voz linda—: Las seis y diez —y se alejó, presurosa. ¿Y Pedro, y los quince soles, y la revista?... ¿Dónde estaban, en qué lugar de la bestia con un millón de cabezas estaban?... Desgraciadamente no lo sabía y sólo quedaba la posibilidad de esperar y seguir esperando... —¿Tiene hora, señor? —Un cuarto para las siete. —Gracias... ¿Entonces?... Entonces, ¿ya Pedro no iba a regresar?... ¿Ni Pedro, ni los quince soles, ni la revista iban a regresar entonces ?... Decenas de letreros luminosos se habían encendido. Letreros luminosos que se apagaban y se volvían a encender; y más y más gente sobre la piel de la bestia. Y la gente caminaba más aprisa ahora. Rápido, rápido, apúrense, más rápido aún, más, más, hay que apurarse muchísimo más, apúrense más... Y Esteban permanecía inmóvil, recostado en el muro, con el paquete de galletas en la mano y con las esperanzas en el bolsillo de Pedro... Inmóvil, dominándose para no terminar en pleno llanto. Entonces, ¿Pedro lo había engañado?... ¿Pedro, su amigo, le había robado el billete anaranjado?... ¿O no sería, más bien, la bestia con un millón de cabezas la causa de todo?... Y ¿acaso no era Pedro parte integrante de la bestia ?... Sí y no. Pero ya nada importaba. Dejó el muro, mordisqueó una galleta y, desolado, se dirigió a tomar el tranvía.

Un cuento clásico: "Los ojos de Lina" de Clemente Palma.

El teniente Jym de la Armada inglesa era nuestro amigo. Cuando entró en la Compañía Inglesa de Vapores le veíamos cada mes y pasábamos una o dos noches con él en alegre francachela. Jym había pasado gran parte de su juventud en Noruega, y era un insigne bebedor de whisky y de ajenjo; bajo la acción de estos licores le daba por cantar con voz estentórea lindas baladas escandinavas, que después nos traducía. Una tarde fuimos a despedirnos de él a su camarote, pues al día siguiente zarpaba el vapor para San Francisco. Jym no podía cantar en su cama a voz en cuello, como era su costumbre, por razones de disciplina naval, y resolvimos pasar la velada refiriéndonos historias y aventuras de nuestra vida, sazonando las relaciones con sendos sorbos de licor. Serían las dos de la mañana cuando terminamos los visitantes de Jym nuestras relaciones; sólo Jym faltaba y le exigimos que hiciera la suya. Jym se arrellanó en un sofá; puso en una mesita próxima una pequeña botella de ajenjo y un aparato para destilar agua; encendió un puro y comenzó a hablar del modo siguiente:

No voy a referiros una balada ni una leyenda del Norte, como en otras ocasiones; hoy se trata de una historia verídica, de un episodio de mi vida de novio. Ya sabéis que, hasta hace dos años, he vivido en Noruega; por mi madre soy noruego, pero mi padre me hizo súbdito inglés. En Noruega me casé. Mi esposa se llama Axelina o Lina, como yo la llamo, y cuando tengáis la ventolera de dar un paseo por Christhianía, id a mi casa, que mi esposa os hará con mucho gusto los honores.

Empezaré por deciros que Lina tenía los ojos más extrañamente endiablados del mundo. Ella tenía diez y seis años y yo estaba loco de amor por ella, pero profesaba a sus ojos el odio más rabioso que puede caber en corazón de hombre. Cuando Lina fijaba sus ojos en los míos me desesperaba, me sentía inquieto y con los nervios crispados; me parecía que alguien me vaciaba una caja de alfileres en el cerebro y que se esparcían a lo largo de mi espina dorsal; un frío doloroso galopaba por mis arterias, y la epidermis se me erizaba, como sucede a la generalidad de las personas al salir de un baño helado, y a muchas al tocar una fruta peluda, o al ver el filo de una navaja, o al rozar con las uñas el terciopelo, o al escuchar el frufrú de la seda o al mirar una gran profundidad. Esa misma sensación experimentaba al mirar los ojos de Lina. He consultado a varios médicos de mi confianza sobre este fenómeno y ninguno me ha dado la explicación; se limitaban a sonreír y a decirme que no me preocupara del asunto, que yo era un histérico, y no sé qué otras majaderías. Y lo peor es que yo adoraba a Lina con exasperación, con locura, a pesar del efecto desastroso que me hacían sus ojos. Y no se limitaban estos efectos a la tensión álgida de mi sistema nervioso; había algo más maravilloso aún, y es que cuando Lina tenía alguna preocupación o pasaba por ciertos estados psíquicos y fisiológicos, veía yo pasar por sus pupilas, al mirarme, en la forma vaga de pequeñas sombras fugitivas coronadas por puntitos de luz, las ideas; sí, señores, las ideas. Esas entidades inmateriales e invisibles que tenemos todos o casi todos, pues hay muchos que no tienen ideas en la cabeza, pasaban por las pupilas de Lina con formas inexpresables. He dicho sombras porque es la palabra que más se acerca. Salían por detrás de la esclerótica, cruzaban la pupila y al llegar a la retina destellaban, y entonces sentía yo que en el fondo de mi cerebro respondía una dolorosa vibración de las células, surgiendo a su vez una idea dentro de mí.

Se me ocurría comparar los ojos de Lina al cristal de la claraboya de mi camarote, por el que veía pasar, al anochecer, a los peces azorados con la luz de mi lámpara, chocando sus estrafalarias cabezas contra el macizo cristal, que, por su espesor y convexidad, hacía borrosas y deformes sus siluetas. Cada vez que veía esa parranda de ideas en los ojos de Lina, me decía yo: ¡Vaya! ¡Ya están pasando los peces! Sólo que éstos atravesaban de un modo misterioso la pupila de mi amada y formaban su madriguera en las cavernas oscuras de mi encéfalo.

Pero ¡bah!, soy un desordenado. Os hablo del fenómeno sin haberos descrito los ojos y las bellezas de mi Lina. Lina es morena y pálida: sus cabellos undosos se rizaban en la nuca con tan adorable encanto, que jamás belleza de mujer alguna me sedujo tanto como el dorso del cuello de Lina, al sumergirse en la sedosa negrura de sus cabellos. Los labios de Lina, casi siempre entreabiertos, por cierta tirantez infantil del labio superior, eran tan rojos que parecían acostumbrados a comer fresas, a beber sangre o a depositar la de los intensos rubores; probablemente esto último, pues cuando las mejillas de Lina se encendían, palidecían aquéllos. Bajo esos labios había unos dientes diminutos tan blancos, que iluminaban la faz de Lina, cuando un rayo de luz jugaba sobre ellos. Era para mí una delicia ver a Lina morder cerezas; de buena gana me hubiera dejado morder por esa deliciosa boquita, a no ser por esos ojos endemoniados que habitaban más arriba. ¡Esos ojos! Lina, repito, es morena, de cabellos, cejas y pestañas negras. Si la hubierais visto dormida alguna vez, yo os hubiera preguntado: ¿De qué color creéis que tiene Lina los ojos? A buen seguro que, guiados por el color de su cabellera, de sus cejas y pestañas me habríais respondido: negros. ¡Qué chasco! Pues, no, señor; los ojos de Lina tenían color, es claro, pero ni todos los oculistas del mundo, ni todos los pintores habrían acertado a determinarlo ni a reproducirlo. Los ojos de Lina eran de un corte perfecto, rasgados y grandes; debajo de ellos una línea azulada formaba la ojera y parecía como la tenue sombra de sus largas pestañas. Hasta aquí, como veis, nada hay de raro; éstos eran los ojos de Lina cerrados o entornados; pero una vez abiertos y lucientes las pupilas, allí de mis angustias. Nadie me quitará de la cabeza que, Mefistófeles tenía su gabinete de trabajo detrás de esas pupilas. Eran ellas de un color que fluctuaba entre todos los de la gama, y sus más complicadas combinaciones. A veces me parecían dos grandes esmeraldas, alumbradas por detrás por luminosos carbunclos. Las fulguraciones verdosas y rojizas que despedían se irisaban poco a poco y pasaban por mil cambiantes, como las burbujas de jabón, luego venía un color indefinible, pero uniforme, a cubrirlos todos, y en medio palpitaba un puntito de luz, de lo más mortificante por los tonos felinos y diabólicos que tomaba. Los hervores de la sangre de Lina, sus tensiones nerviosas, sus irritaciones, sus placeres, los alambicamientos y juegos de su espíritu, se denunciaban por el color que adquiría ese punto de luz misteriosa.

Con la continuidad de tratar a Lina llegué a traducir algo los brillos múltiples de sus ojos. Sus sentimentalismos de muchacha romántica eran verdes, sus alegrías, violadas, sus celos amarillos, y rojos sus ardores de mujer apasionada. El efecto de estos ojos en mí era desastroso. Tenían sobre mí un imperio horrible, y, en verdad, yo sentía mi dignidad de varón humillada con esa especie de esclavitud misteriosa, ejercida sobre mi alma por esos ojos que odiaba como a personas. En vano era que tratara de resistir; los ojos de Lina me subyugaban, y sentía que me arrancaban el alma para triturarla y carbonizarla entre dos chispazos de esas miradas de Luzbel. Por último, con el alma ardiente de amor y de ira, tenía yo que bajar la mirada, porque sentía que mi mecanismo nervioso llegaba a torsiones desgarradoras, y que mi cerebro saltaba dentro de mi cabeza, como un abejorro encerrado dentro de un horno. Lina no se daba cuenta del efecto desastroso que me hacían sus ojos.

Todo Christhianía se los elogiaba por hermosos y a nadie causaban la impresión terrible que a mí: sólo yo estaba constituido para ser la víctima de ellos. Yo tenía reacciones de orgullo; a veces pensaba que Lina abusaba del poder que tenía sobre mí, y que se complacía en humillarme; entonces mi dignidad de varón se sublevaba vengativa reclamando imaginarios fueros, y a mi vez me entretenía en tiranizar a mi novia, exigiéndole sacrificios y mortificándola hasta hacerla llorar. En el fondo había una intención que yo trataba de realizar disimuladamente; sí, en esa valiente sublevación contra la tiranía de esas pupilas estaba embozada mi cobardía: haciendo llorar a Lina la hacía cerrar los ojos, y cerrados los ojos me sentía libre de mi cadena. Pero la pobrecilla ignoraba el arma terrible que tenía contra mí; sencilla y candorosa, la buena muchacha tenía un corazón de oro y me adoraba y me obedecía. Lo más curioso es que yo, que odiaba sus hermosos ojos, era por ellos que la quería. Aun cuando siempre salía vencido, volvía siempre a luchar contra esas terribles pupilas, con la esperanza de vencer. ¡Cuántas veces las rojas fulguraciones del amor me hicieron el efecto de cien cañonazos disparados contra mis nervios! Por amor propio no quise revelar a Lina mi esclavitud.

Nuestros amores debían tener una solución como la tienen todos: o me casaba con Lina o rompía con ella. Esto último era imposible, luego, tenía que casarme con Lina. Lo que me aterraba, de la vida de casado, era la perduración de esos ojos que tenían que alumbrar terriblemente mi vejez. Cuando se acercaba la época en que debía pedir la mano de Lina a su padre, un rico armador, la obsesión de los ojos de ella me era insoportable. De noche los veía fulgurar como ascuas en la oscuridad de mi alcoba; veía al techo y allí estaban, terribles y porfiados; miraba a la pared y estaban incrustados allí; cerraba los ojos y los veía adheridos sobre mis párpados con una tenacidad luminosa tal, que su fulgor iluminaba el tejido de arterias y venillas de la membrana. Al fin, rendido, dormía, y las miradas de Lina llenaban mi sueño de redes que se apretaban y me estrangulaban el alma. ¿Qué hacer? Formé mil planes; pero no sé si por orgullo, amor, o por una noción del deber muy grabada en mi espíritu, jamás pensé en renunciar a Lina.

El día en que la pedí, Lina estuvo contentísima. ¡Oh, cómo brillaban sus ojos y qué endiabladamente! La estreché en mis brazos delirante de amor, y al besar sus labios sangrientos y tibios tuve que cerrar los ojos casi desvanecido.

–¡Cierra los ojos, Lina mía, te lo ruego!

Lina, sorprendida, los abrió más, y al verme pálido y descompuesto me preguntó asustada, cogiéndome las manos:

–¿Qué tienes, Jym?... Habla. ¡Dios Santo!... ¿Estás enfermo? Habla.
–No... perdóname; nada tengo, nada... –le respondí sin mirarla.
–Mientes, algo te pasa...
–Fue un vahído, Lina... Ya pasará...
–¿Y por qué querías que cerrara los ojos? No quieres que te mire, bien mío.

No respondí y la miré medroso. ¡Oh!, allí estaban esos ojos terribles, con todos sus insoportables chisporroteos de sorpresa, de amor y de inquietud. Lina, al notar mi turbado silencio, se alarmó más. Se arrodilló sobre mis rodillas, cogió mi cabeza entre sus manos y me dijo con violencia:

–No, Jym, tú me engañas, algo extraño pasa en ti desde hace algún tiempo: tú has hecho algo malo, pues sólo los que tienen un peso en la conciencia no se atreven a mirar de frente. Yo te conoceré en los ojos, mírame, mírame.

Cerré los ojos y la besé en la frente.

–No me beses, mírame, mírame.
–¡Oh, por Dios, Lina, déjame! ...
–¿Y por qué no me miras? –insistió casi llorando.

Yo sentía honda pena de mortificarla y a la vez mucha vergüenza de confesarle mi necedad: –No te miro, porque tus ojos me asesinan; porque les tengo un miedo cerval, que no me explico, ni puedo reprimir–. Callé, pues, y me fui a mi casa, después de que Lina dejó la habitación llorando.

Al día siguiente, cuando volví a verla, me hicieron pasar a su alcoba: Lina había amanecido enferma con angina. Mi novia estaba en cama y la habitación casi a oscuras. ¡Cuánto me alegré de esto último! Me senté junto al lecho, le hablé apasionadamente de mis proyectos para el futuro. En la noche había pensado que lo mejor para que fuéramos felices, era confesar mis ridículos sufrimientos. Quizá podríamos ponernos de acuerdo... Usando anteojos negros... quizá. Después que le referí mis dolores, Lina se quedó un momento en silencio.

–¡Bah, que tontería! –fue todo lo que contestó.

Durante veinte días no salió Lina de la cama y había orden del médico de que no me dejaran entrar. El día en que Lina se levantó me mandó llamar. Faltaban pocos días para nuestra boda, y ya había recibido infinidad de regalos de sus amigos y parientes. Me llamó Lina para mostrarme el vestido de azahares, que le habían traído durante su enfermedad, así como los obsequios. La habitación estaba envuelta en una oscura penumbra en la que apenas podía yo ver a Lina; se sentó en un sofá de espaldas a la entornada ventana, y comenzó a mostrarme brazaletes, sortijas, collares, vestidos, una paloma de alabastro, dijes, zarcillos y no sé cuánta preciosidad. Allí es–taba el regalo de su padre, el viejo armador: consistía en un pequeño yate de paseo, es decir, no estaba el yate, sino el documento de propiedad; mis regalos también estaban y también el que Lina me hacía, consistente en una cajita de cristal de roca, forrada con terciopelo rojo.

Lina me alcanzaba sonriente los regalos y yo, con galantería de enamorado, le besaba la mano. Por fin, trémula, me alcanzó la cajita.

–Mírala a la luz –me dijo– son piedras preciosas, cuyo brillo conviene apreciar debidamente.

Y tiró de una hoja de la ventana. Abrí la caja y se me erizaron los cabellos de espanto; debí ponerme monstruosamente pálido. Levanté la cabeza horrorizado y vi a Lina que me miraba fijamente con unos ojos negros, vidriosos e inmóviles. Una sonrisa, entre amorosa e irónica, plegaba los labios de mi novia, hechos con zumos de fresas silvestres. Salté desesperado y cogí violentamente a Lina de la mano.

–¿Qué has hecho, desdichada?
–¡Es mi regalo de boda! –respondió tranquilamente.

Lina estaba ciega. Como huéspedes azorados estaban en las cuencas unos ojos de cristal, y los suyos, los de mi Lina, esos ojos extraños que me habían mortificado tanto, me miraban amenazadores y burlones desde el fondo de la caja roja, con la misma mirada endiablada de siempre...

Cuando terminó Jym, quedamos todos en silencio, profundamente emocionados. En verdad que la historia era terrible. Jym tomó un vaso de ajenjo y se lo bebió de un trago. Luego nos miró con aire melancólico. Mis amigos miraban, pensativos, el uno la claraboya del camarote y el otro la lámpara que se bamboleaba a los balances del buque. De pronto, Jym soltó una carcajada burlona, que cayó como un enorme cascabel en medio de nuestras meditaciones.

–¡Hombres de Dios! ¿Creéis que haya mujer alguna capaz del sacrificio que os he referido? Si los ojos de una mujer os hacen daño, ¿sabéis cómo lo remediará ella? Pues arrancando los vuestros para que no veáis los suyos. No; amigos míos, os he referido una historia inverosímil cuyo autor tengo el honor de presentaros.

Y nos mostró, levantando en alto su botellita de ajenjo, que parecía una solución concentrada de esmeraldas.