jueves, 22 de diciembre de 2016

Extracto del relato de "Superluna", de la novela "El joven que subió a la montaña y regresó para contarlo".


“Un canto misterioso se apodera del aire que circula a los pies del cerro, es ¡el segundo canto de ultrastar!-exclama Samír-, una serie de silbidos misteriosos que el viento solo puede recrear”

EXTRACTO CAPITULO XVI

Samir siente un espeluznante espanto mostrado secamente ante sus ojos, esa extraña sensacion que tienes cuando ves algo no natural ante tí mismo, y le da miedo,  intenta  apartarse poco a poco de ese tipo de bóveda resplandeciente mas no sabe como hacerlo, su piel se le eriza, sus principios de humano no le permiten ver mas detalles divinos de aquel espectro, una luz azul se desprende inmediatamente de este recinto misterioso, Ishtar se da cuenta de que alguien la está espiando, lo presiente y luego de un momento callada e inmóvil, se sonríe, piensa muchas cosas en su cabeza.

Un canto misterioso se apodera del aire que circula a los pies del cerro, es ¡el segundo canto de ultrastar!-exclama Samír-, una serie de silbidos misteriosos que el viento solo puede recrear, Samir se aleja poco a poco del lugar con mucho cuidado, volteando a cada paso la cabeza, como espiando a cada momento de que Ishtar no salga del cuarto ultrazul, poco a poco, sintiendo que ya está demasiado lejos, hecha a correr con sus pies cansados, pesados por el barro que ha pisado en la oscuridad, pero en este ambiente oscuro, ensombrecido por la montaña vieja, se topa con Ishtar de manera sorpresiva, se asusta, -¡no quise hacerlo!-; -no temas- le responde ella; Ishtar lo toma del rostro –no temas-, las manos frías de la diosa lo calman, -¡no me mates!-le implora, -No lo haré- le responde de nuevo ella.

El viento sopla glacialmente, el amor de la diosa hacía los humanos hace que ella jamas sienta ira ante cualquier error que cometieran ellos, “una especie que salió de un error entre miles de aciertos”,piensa, “entonces cualquier producto que salga del hombre también seguirá la misma suerte”.

Ishtar sabe que jamás mataría a alguien que pertenezca a una especie así, a quien ama con todo su corazón, los ojos negros de Samir le recuerdan que es parte de ella, su creación, un cuerpo de criatura semi ennoblecida por los mismos dioses jamás se comparará con la de estos últimos, la piel del humano que tenía en frente, curtida por el sol, le hacían sentir a ella piedad por aquella criatura semi noble. –¿que quieres saber?, le pregunta, - nada- le responde Samir.

-¿Entonces porqué te escondes?
-por miedo- le responde.

En el fondo Samir oculta muchas intensiones, por una parte quiere tener lo que tienen ellos, quiere vivir como viven ellos, quiere volar como vuelan ellos, quiere tener más de lo que le han dado ellos, quiere existir mas tiempo de lo que le han implantado, piensa que su vida es demasiado corta a comparación de ellos, quiere saber que emociones tienen, quiere darle un sentido a su existencia en este mundo, más de lo que les han enseñado ellos, quiere saber de donde proviene en realidad y porqué siente muchas veces encontrarse tan solo, “Samir quiere conocer el verdadero motivo del porqué tienen vida”.

EXTRACTO CAPITULO XVII

“Las estrellas brillaban con mucha mas fuerza aquella noche”, -Samir lo recuerda- mientras que la super luna parece haber cobrado un tamaño mucho mas colosal en ésta ultima perostía, siente que durante las noches el agua se mese aún más brava, tanto así que ya se ha llevado muchas aldeas construidas por sus hermanos a las orillas del agua.
Samír no sabe donde se encuentran ellos, ¿sabrá sentir?, se pregunta Ishtar, ¿sabrá amar?, lo mira permanentemente durante cuatro ciclos de luna nueva, luego llega a esta conclusion:

“Los humanos no manejan el don de los sentimientos, no saben como comportarse ante cualquier evento extraño mas que el propio miedo hacia nosotros, no saben querer, no saben amar, no saben soñar, no sienten el peligro que les acecha, no sienten la agradable sensación de la satisfacción, no sienten el poder de la alegría ni el dolor de la tristeza, por consecuencia, no conocen ni la risa ni el llanto”…

EXTRACTO CAPITULO XVIII

Ya casi ha pasado una perostía y con ella ya once super lunas, la doce está ya muy cerca, siente el agitar de los mares con mucha mas fuerza, siente lo ultrazul del cielo cada vez más notorio, “pronto la energía invisible de éste mundo se volverá visible ante los ojos del hombre”, -piensa- eso hará que se reencuentre con sus seres muertos, pero ¿sabrán recordar?, Ishtar piensa que estas criaturas solo actúan por obediencia propia, “un error entre miles de aciertos”, se repite de nuevo, los mira con desprecio, con desventura, sin paciencia, pero a su vez los ama.

La misma noche que hace flanquear los innumerables arboles, hace flanquear el corazón de la diosa, ¿Cómo sobrevivirían si los dejo solos?-se pregunta-, un fuerte dolor le viene a la cabeza, un fuerte dolor que le llega hasta el pecho, mientras que cierra los ojos para recrear un nuevo sueño, se enfrasca nuevamente en ello, su mente tiene la habilidad de permitirle todo esto, ahí interpreta los sueños que la atormentan, sus propios sueños que le invaden la calma, ¡imágenes!, alucinaciones que le llegan a su cerebro, ¡muerte!, ¡destrucción!, ¡innundación!, eso es lo que trae consigo la nueva venida de Nibiru a este mundo, ella se asusta, teme la nueva perostía, teme que los humanos desaparezcan, no entiende como estos seres de tan poca valoración para ella le hayan hecho sentir tanta retribución amable, amorosa, candorosa, no lo entiende.

A la mañana siguiente se enfrasca en sueños de oráculo, pretende encontrar una forma para que Gea no sea hallada por Nibiru en su camino, pero lo que encuentra es imposible, a su mente le llegan respuestas absurdas, ideas insólitas, ideas inimaginables, nada creíbles.

EXTRACTO DEL CAPITULO XIX

Apu Qun Tiqsi Wiraquocha, el señor de los báculos, el dios de todos los vientos y de la tierra, el de los estruendos del cielo y de todo lo telúrico en la tierra, creador de planetas, Señor de Nibiru, sintió el engaño ante sus ojos, se segó de ira, se contaminó de enfado, su rostro se nubló de espanto ante cualquier otro ojo que lo mirara, pidió seguir el rumbo de la luz ultrazul, la cual le marcaba el camino escondido de Gea”. [...]


       EXTRACTO DEL CAPITULO XX

Ishtar lo ama en silencio, se ha enamorado por completo, un fruto tan bello no puede ser borrado del universo – se dice- , camina de un lado a otro, luego regresa, vuelve a irse, Nibiru está cada vez más lejos-piensa- el plan resultó inesperadamente bueno para ella y Apu Qun Tiqsi Wiraquocha, el señor de los báculos se ha ido, -piensa- se sumerge de nuevo en el laberinto de pétreos muros, y le conversa a la montaña vieja.

La innumerable basura cósmica que gravita en el espacio alrededor de Gea hace que las noches sean inimaginablemente bellas para los hombres, el polvo estelar, compuesto en su totalidad de polvo de oro sacado de las entrañas de Gea, duramente echado al espacio por los hombres, ha hecho que brille sobre el color escarlata del cielo haciendo uno de los mas bellos paisajes jamas vistos en el cielo, los hombres sienten el placer de haber culminado con su labor, sienten la arrogancia ante las demás especies de animales, se sienten dioses, cubren sus cuerpos con polvo de oro, y saltan de alegría, de felicidad, ¡somos dioses!, ¡somos dioses!, se escucha pulular a lo lejos, mientras que Samir desaparece de esta escena.

EXTRACTO DEL CAPITULO XXI

Ishtar de nuevo se sumerge en sus sueños, una calma la tranquiliza pero un sueño le invade, una premonición, algo que solo ella sabe, ¡Ishtar!- escucha una voz a lo lejos- ¡Ishtar!, ¿quien osa despertar a la diosa en medio de sus premoniciones?, Samir la busca mas ella no responde, Ishtar lo espera, quiere saber hasta donde llegará todo esto, su corazon se recoge en su regocijo, Ishtar corre como una niña, sus labios expresan alegría, sus ojos expresan calma, su corazón siente una alegría inmensa, “Ishtar”, se escucha de nuevo a lo lejos, su voz, su curtido cuerpo, su compañero confidencial, su siervo fiel, “Ishtar”,  ella corre , no tiene en su mente nada, no piensa en nada, el corazón a su mente engaña, late tan profundo que recuerda sus momentos de niña, sus momentos de ternura, de alegría, se descubre totalmente de pensamientos y solo corre, “Ishtar”, “no te escondas”, - se escucha mas cerca, ella ríe, ríe tiernamente, su risa se pierde entre las paredes pétreas, y hacen eco en todas partes, “Aquí estoy Samir”, finalmente grita, grita con toda su alma, su voz de princesa a Samir encanta, mientras ella aparece varios pasos detrás suyo, “aquí estoy”-ella le dice-, “finalmente” él le responde,  las paredes pétreas parecen calmarse y un largo silencio parece hacer todo esto eterno, mágico, divino, el se postra ante ella, la reverencia como es su costumbre, ella con un leve saludo le asiente,  “princesa”- le dice:

“Mi alma en su voz descansa, princesa”, … “mi alma a su voz retribuye”, …“la retribuirá siempre”,  ella sonríe, “levántate Samir”,  le dice. El le hace caso, lo hará siempre, su siervo fiel, su compañero confidente, vé de nuevo sus ojos, las pupilas negras como la eterna noche, ella lo ama, él la ama también, ambos no desesperan y se abrazan en un encanto eterno, sus corazones lloran, lloran de extrema alegría,  vibran, el hechizo del cielo es testigo de todo aquello, y el viento compone “la tercera canción de ultrastar” para sus oídos.

Todo se convierte en un encanto mágico, algo que ellos quisieran que sea interminable, la super luna se pierde a lo lejos, pero estrellas extrañas se aproximan muy de cerca, velozmente, apresuradas, parecieran cargadas de ira, de furia, ¡Ishtar!, no ve nada, no presiente nada,su corazón a su mente nubla. […]

Estimados Saturnianos, éste es un extracto de la novela "Superluna" sacada del libro "El joven que subió a la montaña, y regresó para contarlo"/ Lima 2016, si tienes algún comentario o alguna pregunta déjala con toda confianza aquí debajo.

martes, 29 de noviembre de 2016

Un cuento corto,"Venganza", de Vladimir Nabokov


..."Ostende, el muelle de piedra, la playa gris, la hilera distante de hoteles, todo ello rotaba despacio mientras se perdía en la niebla distante y turquesa de un día de otoño"...
El profesor se tapó las piernas con una manta de cuadros, y la "chaise longue" crujió con su peso al reclinarse en la comodidad de la lona. La cubierta color ocre-rojizo estaba atestada de gente, y sin embargo en silencio. Las calderas palpitaban discretamente.

Una joven inglesa con medias de lana, señalando al profesor con un movimiento de sus cejas, se dirigió a su hermano que estaba de pie junto a ella: «Se parece a Sheldon, ¿no crees?».

Sheldon era un actor cómico, un gigante calvo de cara redonda y fláccida. «Está gozando con la travesía y con el mar», añadió la joven sotto voce. Y éstas fueron sus últimas palabras: con ellas, me temo, la chica desaparece del relato.

Su hermano, un estudiante pelirrojo y desgarbado que volvía a su universidad tras las vacaciones de verano, se quitó la pipa de la boca y dijo: «Es nuestro profesor de biología. Un tipo estupendo. Tengo que ir a saludarle». Se acercó al profesor quien, alzando sus pesados párpados, reconoció en él a uno de sus peores y más diligentes alumnos.

—Va a ser una travesía espléndida —dijo el estudiante, apretando ligeramente la fría mano que se le tendía.
—Eso espero —contestó el profesor, acariciando sus grises mejillas con los dedos—. Sí, eso espero —repitió como ponderando sus palabras—. Eso espero.

El estudiante lanzó una rápida mirada a las dos maletas que estaban junto a la tumbona. Una de ellas era una digna veterana de muchos viajes, cubierta con los blancos restos de viejas etiquetas de viaje, como los excrementos de pájaros sobre un monumento antiguo. La otra —completamente nueva, color naranja, con cierres brillantes— captó su atención por alguna extraña razón.

—Déjeme que coloque esa maleta antes de que se caiga —se ofreció, más que nada por decir algo y seguir con la conversación.

El profesor ahogó una especie de risa. Realmente se parecía a aquel cómico de sienes plateadas, o más bien, a un boxeador ya entrado en años...

—¿La maleta, dice usted? ¿Sabe lo que llevo en ella? —preguntó, con un punto de irritación en su voz—. ¿A que no lo adivina? ¡Un objeto maravilloso! Una percha especial para colgar abrigos que fabrican los alemanes...

—¿Un invento alemán, señor? —apuntó el estudiante, acordándose de que el biólogo acababa de estar en Berlín en un congreso científico.

El profesor se rió de buena gana con una sonora risotada, y uno de sus dientes de oro resplandeció como una llama. «Una invención divina, amigo mío, divina. Algo que todo el mundo necesita. Pero bueno, usted viaja con el mismo tipo de cosa. ¿No será usted un pólipo?» El estudiante forzó una sonrisa. Sabía que al profesor le encantaban los chistes oscuros. El viejo era objeto de muchos chismes en la universidad. Decían que torturaba a su esposa, una mujer muy joven. El estudiante sólo la había visto una vez. Una cosa flaca, con unos ojos increíbles. «¿Y cómo está su esposa, señor?», preguntó el estudiante pelirrojo.

El profesor contestó: «Seré franco con usted, querido amigo. Me he estado debatiendo conmigo mismo durante algún tiempo, pero ahora me siento en la obligación de decirle... Querido amigo, me gusta viajar en silencio. Espero que me perdone».

Y al llegar aquí, el estudiante, silbando de vergüenza y compartiendo la suerte de su hermana, desaparece por completo de estas páginas.

El profesor de biología, mientras tanto, se encajó el sombrero de fieltro negro hasta sus erizadas cejas para protegerse los ojos del vaivén deslumbrante del mar y se hundió en un sopor semejante al sueño. Los rayos del sol, que caían en su rostro gris perfectamente rasurado, con su gran nariz y su potente barbilla, le asemejaban a un busto que acabaran de modelar de arcilla todavía húmeda. Cada vez que una leve nubecilla de otoño se interponía cual pantalla contra el sol, el rostro se oscurecía de inmediato, se secaba, adquiría la frialdad de la piedra. Todo ello era consecuencia del juego de luces y sombras y no tenía nada que ver con lo que entonces pasaba por su mente. 

Si sus pensamientos hubieran podido de verdad hallar algún reflejo en las facciones de su rostro, la imagen del profesor no habría sido, en verdad, un espectáculo hermoso. El problema era que había recibido unos días atrás un informe de un detective privado que había contratado en Londres en el que se le informaba de que su mujer le había engañado. Una carta interceptada, escrita en su letra minúscula y familiar, comenzaba así: «Mi querido Jack, todavía estoy llena de tu último beso».

El nombre del profesor no era ciertamente Jack, ése era el problema. Darse cuenta de ello no le produjo dolor ni sorpresa, ni siquiera sintió herido su orgullo masculino, sino sencillamente odio, frío y afilado, como el de un bisturí. Se dio cuenta con absoluta claridad de que iba a asesinar a su esposa. No tenía la menor duda ni el más mínimo escrúpulo. Sólo había que concebir el método más ingenioso, el más atroz. Mientras se reclinaba en la tumbona de cubierta, revisó por centésima vez todos los métodos de tortura descritos por los viajeros y por los estudiosos medievales. 

Ninguno de ellos le parecía lo suficientemente doloroso. En la distancia, en el límite del resplandor verde, las rocas almibaradas de Dover se estaban materializando y él todavía no había tomado una decisión. Las máquinas del barco cesaron de rugir: el vapor quedó en silencio y meciéndose suave con el oleaje, atracó. El profesor siguió al mozo que llevaba su equipaje a lo largo de la escalerilla. El oficial de aduanas, después de despachar los objetos cuya importación estaba prohibida, le pidió que abriera una maleta —la nueva, la de color naranja. El profesor dio una vuelta a la llave en la cerradura y abrió de golpe la tapa de piel. Una señora rusa que estaba detrás de él exclamó con un grito: «¡Santo cielo!», y empezó a reírse nerviosamente. Dos belgas, que parecían escoltar al profesor, volvieron la cabeza a un lado y alzaron los ojos al cielo. Uno de ellos se encogió de hombros, el otro lanzó un silbido, mientras que el inglés se dio la vuelta con indiferencia.
"El oficial, atónito y sin palabras, miraba con ojos desorbitados el contenido de la maleta. Todo el mundo se sentía muy mal, incómodo, un punto horrorizado". 
El biólogo, con toda su flema, dio su nombre y mencionó el museo de la universidad. Los rostros circundantes volvieron a la normalidad. Sólo unas cuantas mujeres se lamentaron cuando supieron que no se había cometido ningún crimen.

«¿Pero, por qué lo transporta en una maleta?», preguntó el aduanero, con un cierto reproche no exento de respeto, mientras con toda cautela cerraba la maleta y marcaba con tiza un garabato sobre la piel. «Tenía prisa —dijo el profesor bizqueando fatigado—. No tenía tiempo de andar montando una jaula. En cualquier caso, se trata de un objeto muy valioso, no es algo que yo pudiera facturar con el resto del equipaje». Y con andares cansinos aunque enérgicos, el profesor cruzó hasta el andén de la estación dejando a un lado a un policía que parecía un juguete del país de Gargantúa. Pero, de repente, se detuvo como si recordara algo y murmuró para sí con una sonrisa radiante y feliz. «Ya está... ya lo tengo. Un método de lo más inteligente.» Y dicho esto lanzó un profundo suspiro de satisfacción y compró dos plátanos, un paquete de cigarrillos, unos periódicos que parecían sábanas crujientes, y, unos minutos más tarde, se encontraba en un confortable compartimiento del Continental Express que a toda velocidad iba dejando atrás el titilante mar, las rocas blancas y los pastos esmeraldas de Kent.

Eran unos ojos maravillosos, maravillosos de verdad, con pupilas como manchas de tinta brillante que se hubieran vertido sobre satén gris perla. Llevaba el pelo corto y era de tono dorado pálido, un exuberante tocado como de pelusa. Era pequeña, estirada, plana. Llevaba esperando a su marido desde ayer y estaba segura de que llegaría ese mismo día. Con un vestido gris escotado y zapatillas de terciopelo, sentada en una otomana azul eléctrico en el salón, pensando que era una pena que su marido no creyera en los fantasmas y que despreciara abiertamente al joven médium, un escocés de pestañas pálidas y delicadas que la visitaba de vez en cuando. Después de todo, a ella le ocurrían cosas extrañas. 

Recientemente, mientras dormía, había tenido una visión de un joven muerto con quien, antes de casarse, había paseado a la luz del crepúsculo, cuando los frutos de la zarzamora parecen tan pálidos y blancos. A la mañana siguiente, temblando todavía, le había escrito un borrador de carta —una carta dirigida a su sueño. En esta carta le había mentido al pobre Jack. Casi le había olvidado, en verdad; amaba a su insoportable marido con un amor temeroso pero fiel y, sin embargo, quería enviar un poco de calor a su querido visitante espectral, para tranquilizarle con unas cuantas palabras terrenas. 

La carta había desaparecido misteriosamente de su bloc de correspondencia, y aquella misma noche soñó con una larga mesa, desde cuyo fondo emergió de repente Jack, saludándola agradecido. Ahora, por alguna razón, se sentía incómoda cuando recordaba el sueño, casi como si hubiera engañado a su marido con un fantasma.

El cuarto de estar tenía una atmósfera cálida y festiva. En el amplio alféizar de la ventana reposaba un cojín de seda, amarillo brillante con rayas violetas.

El profesor llegó justo cuando ella acababa de llegar a la conclusión de que su barco debía de haberse hundido. Al mirar por la ventana, vio la berlina negra de un taxi, la mano extendida del taxista y los pesados hombros de su marido que se inclinaba a pagar. Atravesó volando las habitaciones y trotó en dirección al piso de abajo alzando sus brazos desnudos y delgados.

El subía hacia ella, encorvado dentro de su enorme gabán. Detrás de él, un criado llevaba las maletas.

Ella se apretó contra su bufanda de lana mientras, alegremente y como en broma, jugueteaba con su pierna que lanzaba hacia atrás, embutida en sus medias grises, y la suspendía en el aire. Él besó su mejilla cálida. Con una sonrisa amable se desembarazó de su abrazo. «Estoy lleno de polvo... Espera...», murmuró, sujetándola por las muñecas. Ella frunció el ceño y echó atrás la cabeza y el pálido fuego de su pelo. El profesor se inclinó y la besó en los labios con otro amago de sonrisa.

En la cena, empezó a hablar excitado, de forma que la blanca pechera de su camisa parecía hincharse cuando sacaba pecho y sus mejillas brillantes no dejaban de moverse, mientras contaba los pormenores de su breve viaje. Se mostraba alegre con un punto de reserva. Las solapas de seda circulares de su esmoquin, su mandíbula de buldog, su calva enorme con aquellas venas de hierro en las sienes,... Todo aquello producía en su mujer una piedad exquisita: la piedad que siempre sentía porque, mientras él estudiaba las minucias de la vida, se resistía a entrar en el mundo de ella, donde fluía la poesía de Walter de la Mare y donde surgían todo tipo de espíritus astrales infinitamente tiernos.

—Y bien, ¿te han visitado algunos de tus fantasmas mientras yo he estado fuera? —le preguntó, como si hubiera estado leyendo sus pensamientos. Ella quería contarle su sueño, la carta, pero de alguna forma se sentía culpable.

—¿Sabes qué te digo? —siguió él, mientras echaba azúcar en un poco de ruibarbo rosa—. Tú y tus amigos estáis jugando con fuego. Pueden ocurrir realmente acontecimientos aterradores. Un médico vienes me contó el otro día una serie de metamorfosis increíbles. Una mujer, una especie de histérica de esas que se dedican a predecir la fortuna, se murió, creo que de un ataque al corazón, y cuando el médico la desvistió (todo eso ocurrió en una choza en Hungría, a la luz de las velas), se quedó petrificado al ver su cuerno; estaba completamente cubierto con un brillo rojizo y al tacto resultaba blando y viscoso y, al examinarlo de cerca, se dio cuenta de que aquel cadáver tenso y pesado consistía por entero en una serie de bandas estrechas y circulares de seda, como si hubiera sido vendado meticulosamente por una serie de cuerdas invisibles, un poco como ese anuncio francés de ruedas de coche, ese del hombre cuyo cuerpo no son sino neumáticos. Con la diferencia de que en su caso los neumáticos eran muy estrechos y de color rojizo. Y, mientras el médico proseguía su observación, el cadáver empezó a deshilvanarse gradualmente como si fuera un inmenso ovillo de hilo... Su cuerpo era un gusano delgado, infinito, que se desenrollaba y reptaba, resbalándose por la rendija de la puerta, mientras que en la cama lo que quedaba era un blanco esqueleto desnudo, todavía húmedo. Y sin embargo esta mujer había tenido un marido, que en tiempos la había besado... había besado a aquel gusano.

[El profesor se puso una copa de oporto color de caoba y empezó a tragar el rico líquido, sin quitar sus ojos escrutadores del rostro de su mujer. Sus hombros gráciles, pálidos se estremecieron].

—No te das cuenta de lo horrible que es eso que me acabas de contar —dijo agitada—. Así que el fantasma de la mujer desapareció convirtiéndose en un gusano. Es aterrador...

—-A veces pienso —dijo el profesor, subiéndose los puños pomposamente y contemplándose las manos— que, en último término, toda mi ciencia no es más que una ilusión vana, que somos nosotros los que hemos inventado las leyes de la física, que puede suceder cualquier cosa, insisto: cualquier cosa. Los que se abandonan a pensamientos semejantes se vuelven locos...

Ahogó un bostezo, llevándose el puño cerrado a los labios.
—¿Qué te ha ocurrido, mi amor? —exclamó su mujer con dulzura—. Nunca habías hablado así... Yo creía que tú lo sabías todo, que tenías todo controlado...

Por un momento el profesor empezó a mover la nariz espasmódicamente y se dejó entrever el brillo de un colmillo de oro. Pero muy pronto su rostro recobró su estado habitual de flaccidez. Se estiró y se levantó de la mesa.

—No digo más que tonterías —dijo tranquilo y con cierta ternura—. Estoy cansado, me voy a la cama. No enciendas la luz cuando vengas. Ven a la cama conmigo... conmigo —repitió como con segundas intenciones y con cierta ternura, en un tono que hacía tiempo que no utilizaba.

Al quedarse sola en el cuarto de estar volvió a repetir sus palabras en su interior y éstas resonaron con una cierta ternura.

Llevaba casada con él cinco años y, a pesar del carácter caprichoso de su marido, de sus frecuentes ataques de celos injustificados, de sus silencios, de su malhumor, de su incomprensión, ella era feliz porque lo amaba y tenía piedad por él. Ella, esbelta y blanca, y él, pesado, calvo, con penachos de lana gris en medio del pecho, componían una pareja imposible, monstruosa... y sin embargo ella gozaba con sus poco frecuentes pero enérgicas caricias.

Un crisantemo en su jarrón encima de la repisa de la chimenea dejó caer unos cuantos pétalos abarquillados con un crujido seco. Ella dio un respingo y su corazón sufrió una desagradable sacudida al acordarse de que el aire estaba siempre lleno de fantasmas y que incluso su marido, el científico, había notado sus terribles apariciones.

Se acordó de cómo Jackie había aparecido desde debajo de la mesa y había empezado a saludarle con tiernos movimientos de cabeza un tanto misteriosos. Le parecía que todos los objetos del cuarto la observaban con expectación. Se quedó helada, como atravesada por una corriente de miedo. Abandonó el cuarto de estar rápidamente, conteniendo un grito absurdo. Se serenó y pensó: «Qué tonta soy, de verdad...». En el baño se tomó su tiempo y se detuvo en examinar cuidadosamente las pupilas relucientes de sus ojos. Su rostro menudo, enmarcado en una pelusa de oro, le resultó extraño.

Se sentía ligera como una jovencita, cubierta tan sólo con un camisón de encaje y, tratando de no tropezar con los muebles, entró en el dormitorio a oscuras. Extendió los brazos para localizar el cabecero de la cama y tenderse en el borde de la misma. Sabía que no estaba sola, que su marido estaba tumbado a su lado. Durante unos momentos se quedó inmóvil con la mirada perdida en el techo, sintiendo el latir violento y escondido de su corazón.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, acuchillada por los rayos de luna que atravesaban la cortina de gasa, volvió la cabeza hacia su marido. Estaba tumbado dándole la espalda, envuelto en la manta. Sólo distinguía su coronilla toda calva, que parecía extraordinariamente lisa, brillante y también blanca en el charco de la luna.

No está dormido, pensó con cierto cariño. Si lo estuviera ya habría empezado a roncar, siquiera un poco.

Sonrió y entonces se deslizó hacia su marido con todo su cuerpo, extendiendo los brazos bajo las sábanas dispuesta al abrazo de rigor. Sus dedos tocaron unas costillas suaves. Su rodilla chocó contra un hueso liso. Una calavera, con las cuencas negras de los ojos rotando sin parar, cayó desde la almohada hasta sus hombros.

La luz eléctrica inundó la habitación. El profesor, todavía vestido con su esmoquin, con su pechera almidonada, y brillantes sus ojos y su enorme frente, surgió desde detrás de un biombo y se acercó a la cama.

En un revoltijo, la manta y las sábanas se deslizaron hasta la alfombra. Su mujer yacía muerta, abrazada al esqueleto blanco de un jorobado, montado a toda prisa, que el profesor había adquirido en el extranjero para el museo de la universidad.

Un cuento corto,"Bachmann", de Vladimir Nabokov


No hace mucho tiempo apareció en los periódicos una breve mención de que el otrora famoso pianista y compositor Bachmann había muerto olvidado del mundo en la aldea suiza de Marival, en el asilo de Santa Angélica. 

La noticia me trajo a la mente la historia de la mujer que le amó. Me la contó el empresario Sack. Hela aquí...


Madame Perov conoció a Bachmann unos diez años antes de su muerte. En aquellos días, el pálpito dorado de aquella música profunda y delirante que él componía empezaba ya a conservarse en soporte de cera, pero todavía podía escucharse en directo en las salas de conciertos más famosas del mundo. Bueno, una noche, una de esas noches de otoño de un azul límpido en las que se teme más a la vejez que a la muerte, madame Perov recibió una nota de una amiga.

Decía: «Quiero presentarte a Bachmann. Vendrá a mi casa esta noche después del concierto. No dejes de venir».

Me imagino nítidamente sus movimientos, cómo se puso un traje negro escotado, y unas gotas de perfume en el cuello y la espalda, tomó su abanico y su bastón con puntera de turquesas, y se contempló con una última mirada en las profundidades de un gran espejo de tres cuerpos, para luego hundirse en una ensoñación que se prolongaría a lo largo del camino que mediaba hasta llegar a casa de su amiga. 

Sabía que no era guapa y que además estaba excesivamente delgada y que tenía una piel tan pálida que casi parecía enfermiza; y sin embargo, esta mujer madura, ajada, con el rostro de una madonna que no acaba de serlo, resultaba atractiva precisamente en razón de aquellas cosas de las que se avergonzaba: la palidez de su cutis, y una cojera apenas perceptible, que la obligaba a llevar un bastón. Su marido, un hombre de negocios astuto y enérgico, estaba de viaje. Sack no le conocía personalmente.


Cuando madame Perov entró en el salón, recoleto y violeta, en el que su amiga, una dama corpulenta y ruidosa con una diadema de amatista, revoloteaba con ahínco entre un invitado y otro, su atención se vio inmediatamente prendida de un hombre alto, de rostro afeitado y ligeramente empolvado que se apoyaba con negligencia en la cola del piano y que entretenía con sus historias a tres damas que se apretaban junto a él. Las colas de su levita estaban rematadas con una seda especialmente gruesa y mientras hablaba, no paraba de retirarse de la cara su mata de brillante pelo negro mientras inflaba las aletas de su nariz blanca y con un puente bastante elegante. Había en toda su figura algo brillante, benevolente y también desagradable.


—¡La acústica era horrible! —decía, encogiendo los hombros—. Todo el mundo parecía estar resfriado. Ya saben lo que pasa: en cuanto una persona tose, hay otro y otro que le siguen, y el concierto de toses está servido —sonrió, echando la melena hacia atrás—. ¡Como perros que ladraran por la noche en cualquier pueblo!

Madame Perov se acercó, apoyándose ligeramente en su bastón, y dijo lo primero que le vino a la cabeza...

—¿Estará cansado después de su concierto, señor Bachmann?
Se inclinó, muy halagado.
—Se trata de un pequeño error, madame. Me llamo Sack. Yo soy tan sólo el empresario de nuestro Maestro.

Las tres damas se echaron a reír. Madame Perov perdió la compostura, pero también rió. Sólo conocía de oídas el increíble virtuosismo de Bachmann, y nunca había visto una foto suya. En aquel momento, la anfitriona se acercó, la saludó y con un mínimo movimiento en su mirada, como si estuviera comunicando un secreto, le indicó el fondo de la sala, mientras murmuraba: «Está allí…, mira».


Y sólo entonces vio a Bachmann. Se mantenía un poco apartado del resto de los invitados. Estaba de pie, con las piernas cortas, que llevaba embutidas en unos pantalones negros holgados, separadas y bien ancladas en el suelo, y leía un periódico. Se había acercado la página toda arrugada a la mínima distancia de los ojos y movía los labios al leer como hacen los que son casi analfabetos. 

Era bajo y se estaba quedando calvo, salvo por un humilde mechón de pelo que cruzaba su calva de lado a lado. Llevaba un cuello almidonado que parecía que le estaba grande. Sin apartar los ojos del periódico se tocó la bragueta distraídamente con un dedo y sus labios empezaron a moverse con mayor concentración todavía. Tenía un mentón muy divertido, pequeño, redondo y azul que le hacía parecerse a un erizo de mar.


—No se sorprenda —dijo Sack—, es un bárbaro en el sentido literal de la palabra… tan pronto como llega a una fiesta coge algo y se pone a leer.

De repente, Bachmann notó que todos le miraban. Giró lentamente la cabeza y enarcando sus tupidas cejas, sonrió con una sonrisa maravillosa, tímida, que rompió su rostro en mil arrugas suaves.
La anfitriona se acercó corriendo hasta él.


—Maestro —dijo—, permítame que le presente a otra admiradora suya.
Él extendió una mano fláccida y húmeda.
—Encantado, de verdad, encantado.


Y de nuevo se quedó inmerso en su periódico.
Madame Perov se retiró. Unas manchas rosadas aparecieron en sus mejillas. El alegre vaivén de su abanico, con destellos de azabache, agitaba los rizos rubios de sus sienes. Más tarde Sack me dijo que en aquella primera noche ella le había parecido una mujer extraordinariamente temperamental, como él decía, una mujer extraordinariamente tensa, a pesar de sus labios naturales y sin pintar y de su peinado severo.


—Esos dos estaban hechos el uno para el otro —me confió con un suspiro—. En cuanto a Bachmann, es un caso desesperado, un hombre carente por completo de inteligencia. Y además, bebía, sabe usted. La noche en que se conocieron, tuve que llevármelo por la fuerza. De pronto, pidió coñac, lo cual no era lo que habíamos convenido, de ningún modo. En realidad, le habíamos suplicado: «No bebas en los próximos cinco días, sólo en estos cinco días», tenía cinco conciertos programados, sabe usted. «Es un contrato, Bachmann, no te olvides.» ¡Imagínese, un amigo poeta llegó a escribir un artículo en una revista de humor en el que hacía un juego de palabras en torno a «andar a cuatro patas» e «irse por patas»! Literalmente, estábamos en las últimas. Y además, sabe usted, era un tipo excéntrico, caprichoso y muy sucio. Un individuo absolutamente anormal. Pero cómo tocaba…
Y, sin decir palabra, Sack se sacudió la melena y puso los ojos en blanco.


Mientras Sack y yo mirábamos los recortes de periódico pegados en un álbum pesado como un ataúd, me convencí de que fue precisamente entonces, en los días aquellos en que se produjo el primer encuentro de Bachmann con madame Perov, cuando comenzó la fama real, internacional —¡pero también transitoria!— de esa persona tan peculiar. Cuándo y cómo se hicieron amantes, no lo sabe nadie. 

Pero después de aquella velada en la casa de su amiga, ella empezó a asistir a todos los conciertos de Bachmann, en cualquier ciudad en que tuvieran lugar. Siempre se sentaba en la primera fila, muy erguida, bien peinada, con un traje negro y escotado. Alguien la denominó la Madonna Coja.


Bachmann entraba en el escenario a paso rápido, como si estuviera escapándose de un enemigo o simplemente de unas manos molestas. Ignorando a la audiencia, corría hasta el piano, se inclinaba sobre el taburete redondo y empezaba a dar vueltas con dulzura al disco redondo de madera del asiento, buscando una especie de nivel matemáticamente preciso. Y mientras se empleaba en ello, arrullaba al asiento dulcemente pero con apremio, hablándole en tres lenguas distintas. Y, durante un buen rato, seguía entretenido en esta maniobra. Los ingleses lo encontraban conmovedor, los franceses, divertido, y los alemanes enojoso. 

Cuando por fin hallaba el nivel adecuado, Bachmann hacía como una pequeña caricia al asiento y se sentaba, buscando los pedales con las suelas de sus viejos zapatos de charol. Entonces sacaba un gran pañuelo sucio y, mientras se limpiaba meticulosamente las manos con él, examinaba la primera fila de butacas con una mirada maliciosa aunque tímida. Finalmente imponía sus manos con suavidad sobre las teclas. De repente, sin embargo, un músculo debajo del ojo hacía un movimiento imperceptible; y chasqueando la lengua, se bajaba del asiento y comenzaba de nuevo a ajustar dulcemente el disco que chirriaba a cada vuelta.
Sack piensa que cuando volvió a casa después de oír a Bachmann por primera vez, madame Perov se sentó junto a la ventana y se quedó allí quieta hasta la madrugada, sin dejar de suspirar y sonreír. 

Insiste en que nunca antes había tocado Bachmann con tanta belleza, con tal frenesí, y que, a partir de entonces, con cada concierto, su sonido se volvía más bello todavía, todavía más apasionado. Con una maestría incomparable, Bachmann convocaba y resolvía las distintas voces del contrapunto, conseguía que cuerdas disonantes provocaran una impresión de armonías maravillosas y, en su Triple fuga, perseguía el tema, jugando con él apasionadamente, con gracia, como si fuera un gato en pos de un ratón: fingía que lo había dejado escapar para, de repente, con un destello furtivo de regocijo, inclinarse sobre las teclas, hasta alcanzarlo con un salto de triunfo. 

Luego, cuando acababa su contrato con aquella ciudad, desaparecía durante varios días y se perdía en una borrachera continua.

Los habituales de las pequeñas tabernas de reputación dudosa, que arden venenosas entre la niebla de los suburbios lúgubres, veían a un pequeño hombre corpulento con el pelo en desorden sobre la calva y ojos húmedos como heridas, que siempre elegía un rincón apartado, pero que se prestaba a invitar a una copa a quienquiera que fuera a importunarle. 

Un viejo afilador de pianos, ya en plena decadencia, que había bebido con él en varias ocasiones, decidió que tenía que ser su colega, ya que Bachmann, cuando estaba borracho, tamborileaba sobre la mesa con sus dedos, y con un hilo de voz muy aguda cantaba en tono de LA sin desafinar lo más mínimo. A veces, una prostituta aplicada de afilados pómulos se lo llevaba a su casa. A veces arrancaba el violín al violinista de la taberna, lo destrozaba a pisotones y como castigo recibía una paliza. 

Se mezclaba con jugadores, marineros, atletas a los que alguna hernia les había dejado en dique seco, así como con el gremio entero de ladronzuelos corteses y tranquilos.


Sack y madame Perov lo buscaban durante noches enteras. Es verdad que Sack sólo lo hacía cuando era absolutamente necesario ponerlo en forma para algún concierto. A veces lo encontraban, y, a veces, sucio, sin cuello, con ojeras, aparecía en casa de madame Perov motu proprio; la dama, dulce y silenciosa, le metía en la cama, y dejaba pasar dos o tres días antes de telefonear a Sack para decirle que había encontrado a Bachmann.
Combinaba una especie de timidez misteriosa con la insolencia de un chaval maleducado. Apenas hablaba a madame Perov. 

Cuando ella se lo reprochaba y trataba de asir sus dedos, él se apartaba y la golpeaba en las manos con gritos estridentes como si el más mínimo contacto le causara un dolor impaciente, y se metía bajo la manta a sollozar durante un buen rato. Sack se presentaba entonces y decía que había llegado el momento de partir en dirección a Roma o a Londres y se llevaba a Bachmann consigo.


Su extraña relación duró tres años. Cuando finalmente un Bachmann más o menos reanimado se presentaba ante su público, madame Perov se encontraba invariablemente sentada en su butaca de la primera fila. En los viajes largos ocupaban habitaciones contiguas. Madame Perov vio a su marido varias veces durante este período. Por descontado, él, como todo el mundo, sabía de su pasión enfebrecida y fiel, pero no interfería para nada y llevaba su propia vida.


—Bachmann convirtió su existencia en un tormento —repetía Sack—. Es incomprensible cómo pudo amarle. ¡El misterio del corazón femenino! En una ocasión, cuando estaban juntos en casa de alguien, vi con mis propios ojos cómo el Maestro le enseñaba los dientes, como un mono, y ¿sabe por qué? Porque ella quería arreglarle la corbata. Pero en aquellos días, el genio habitaba en sus dedos cuando tocaba. De aquel período son su Sinfonía en Re menor y algunas de sus fugas más complejas. Nadie le vio componerlas. 

La más interesante es la denominada Fuga dorada. ¿La ha oído usted? Su desarrollo temático es absolutamente original. Pero le estaba contando sus caprichos y su creciente locura. Bien, así es como ocurrió. Pasaron tres años y entonces una noche, en Munich, donde tenía que dar un concierto…

Y a medida que Sack llegaba al final de su historia, iba apretando sus ojos con más tristeza y con más fuerza.


Parece que la noche en que llegó a Munich, Bachmann se escapó del hotel donde solía alojarse con madame Perov. Quedaban tres días para el concierto y Sack, como es natural, estaba prácticamente histérico. No había manera de encontrar a Bachmann. Era a finales de otoño y llovía mucho. Madame Perov cogió un catarro y tuvo que guardar cama. Sack, con dos detectives, siguió rastreando los bares.


El día del concierto la policía telefoneó para decir que Bachmann había sido localizado. Le habían encontrado en la calle por la noche y había dormido en la estación. Sin decir palabra, Sack le llevó desde la comisaría al teatro, lo entregó como si fuera un objeto a sus ayudantes y se fue al hotel a por el frac de Bachmann. A través de la puerta, le contó a madame Perov lo que había pasado. Luego, volvió al teatro.


Bachmann, con su sombrero negro hundido hasta las cejas, estaba sentado en su camerino, tamborileando con tristeza sobre la mesa con un solo dedo. La gente hablaba preocupada a su alrededor. Una hora más tarde, el público empezó a ocupar sus asientos en el auditorio. 

El escenario blanco y muy iluminado, adornado a cada lado con los cañones del órgano, el reluciente piano negro, con la cola levantada, y la humilde seta que constituía el asiento…, todo ello esperaba en su perezosa solemnidad a un hombre de manos suaves y húmedas, que en un momento podía despertar un huracán de sonidos en el piano, en el escenario y en la enorme sala de conciertos, donde, como gusanos pálidos, los hombros de las mujeres y las calvas de los hombres se movían y brillaban.

Y, finalmente, Bachmann entró trotando en el escenario. Sin prestar la más mínima atención al trueno de bienvenida que se inició como un cono compacto para disolverse después en aplausos dispersos, cada vez más débiles, empezó a hacer girar el disco del asiento, arrullándolo ávidamente y, tras acariciarlo, se sentó al piano. 

Mientras se limpiaba las manos, miró hacia la primera fila con su sonrisa tímida. Abruptamente, su sonrisa se desvaneció y Bachmann hizo una mueca. El pañuelo cayó al suelo. Su mirada atenta resbaló una vez más por la hilera de rostros y tropezó, por así decir, con la butaca vacía del centro. Bachmann cerró el piano de un golpe, se levantó, caminó hasta el mismo borde del escenario, y poniendo los ojos en blanco y levantando los brazos como una bailarina de ballet, ejecutó dos o tres pasos ridículos. 

El público se quedó de piedra. De los asientos posteriores surgió un conato de risa. Bachmann se detuvo, dijo algo que nadie oyó y, a continuación, con un gesto arrogante y teatral, enseñó la minga a todos los presentes.


—Ocurrió tan de repente —continuó Sack— que no me dio tiempo a llegar para hacer algo. Me tropecé con él cuando, tras el figo que no la fuga, abandonaba ya el escenario. Le pregunté: «Bachmann, ¿adonde vas?». Y él pronunció una obscenidad y desapareció en el camerino.
Y entonces el propio Sack salió a escena, en medio de un torrente de ira y de júbilo. Alzó la mano, consiguió imponer un cierto silencio, y les prometió solemnemente que el concierto tendría lugar. Al entrar en el camerino se encontró a Bachmann sentado como si no hubiera pasado nada, moviendo los labios mientras leía el programa.


Sack miró a los allí presentes, y enarcando las cejas significativamente, corrió al teléfono y llamó a madame Perov. Durante un tiempo no obtuvo respuesta; finalmente oyó un click y luego su débil voz.
—Venga al momento —farfulló Sack, golpeando el listín telefónico con la mano—. Bachmann se niega a tocar sin usted. ¡Es un escándalo terrible! El público está empezando a… ¿Qué? ¿Qué es eso?… Sí, sí, ya le digo que se niega. ¿Hola? ¡Maldita sea! ¡Se ha cortado…!


Madame Perov estaba peor. El médico, que la había visitado dos veces aquel día, había mirado con consternación el mercurio que tanto había subido en la roja escalera de su tubo de cristal. Al colgar el teléfono —lo tenía al pie de la cama—, probablemente sonrió feliz. Trémula e insegura todavía al andar, empezó a vestirse. Un dolor insoportable hendía su pecho, pero la felicidad la llamaba a través de la niebla y el murmullo de la fiebre. Me imagino que, por alguna razón, al ponerse las medias, la seda se le quedaba enroscada en los dedos de sus pies helados. 

Se arregló el cabello lo mejor que pudo, se arropó con un abrigo de piel marrón y salió con su bastón en la mano. Dijo al portero que llamara un taxi. La acera negra brillaba. La manecilla de la puerta del coche estaba mojada y fría como el hielo. Durante todo su viaje, aquella vaga sonrisa de felicidad debió de permanecer en sus labios, y el sonido del motor y el susurro de las ruedas se mezclaron con el cálido ruido de su mente. Cuando llegó al teatro, vio masas de gente que abrían sus paraguas airadas al ser vomitadas a la calle. Faltó poco para que la derribaran, pero consiguió abrirse paso entre la multitud. En el camerino, Sack se paseaba de un lado a otro sin parar, llevándose la mano tanto a la mejilla izquierda como a la derecha.


—¡Yo tenía un ataque de auténtica rabia! —continuó—. Mientras luchaba con el teléfono, el Maestro se escapó. Dijo que iba al servicio, y se nos escapó. Cuando llegó madame Perov salté enfadado contra ella, ¿por qué no estaba como siempre en el teatro? Entiéndame, ni me paré a pensar en el hecho de que estuviera enferma. Y ella me preguntó: «¿Pero entonces, ahora está en el hotel? Si es así, nos cruzamos en el camino». Yo estaba fuera de mí y grité: «Al diablo con los hoteles… estará en algún bar. ¡Algún bar! ¡Algún bar!». Y ya lo dejé estar y me fui corriendo. Tenía que prestar auxilio al hombre de la taquilla.


Y madame Perov, temblando y sin dejar de sonreír, se fue a buscar a Bachmann. Sabía más o menos dónde buscarle, y fue allí, a aquel oscuro y espantoso barrio donde la llevó un chofer atónito. Cuando llegó a la calle donde, según Sack, Bachmann había sido encontrado la noche anterior, despidió el coche, y apoyándose en su bastón, empezó a caminar por el piso irregular de la acera, bajo los rayos escorados de una lluvia negra. Entró en todos los bares, uno por uno. Las ráfagas de música estridente la ensordecían y los hombres la miraban con insolencia. Entraba en cada taberna y lo buscaba entre el humo y los colores chillones y vertiginosos y volvía a salir a los latigazos de la noche. Muy pronto empezó a pensar que no hacía más que entrar una y otra vez en el mismo bar y una desesperada debilidad comenzó a descender sobre sus hombros. Caminaba, cojeando y emitiendo unos gemidos apenas audibles, aferrando la empuñadura turquesa de su bastón con su mano helada. Un policía que llevaba cierto tiempo observándola, se acercó hasta ella lentamente, con aire profesional le preguntó dónde vivía y, a continuación, con firmeza pero con amabilidad la llevó hasta un coche de caballos que hacía servicio de noche. En las tinieblas malolientes y crujientes del coche, se quedó dormida y cuando despertó, se encontró con que la puerta estaba abierta y el cochero, con su capa de hule brillante, le daba golpecitos en el hombro con la punta de su fusta. 

Al encontrarse en el cálido pasillo del hotel, se vio invadida por un sentimiento de completa indiferencia por todo y por todos. Abrió de un golpe la puerta de su habitación y entró. Bachmann estaba en su cama, descalzo y en camisón, con una manta de cuadros en rebujo sobre los hombros. Tamborileaba con dos dedos en el mármol de la mesilla, mientras que con la otra mano garabateaba unos signos en un papel de música, con un lapicero de mina indeleble. Estaba tan absorto en lo que hacía que no se dio cuenta de que se había abierto la puerta. Ella dejó escapar un «ach» suave, como un gemido. Bachmann se asustó. La manta comenzó a deslizarse de sus hombros.


Creo que ésta fue la única noche feliz en la vida de madame Perov. Creo que esos dos, el músico medio loco y la mujer moribunda, encontraron aquella noche palabras que los más grandes poetas nunca han llegado a soñar. Cuando Sack, indignado, llegó al hotel a la mañana siguiente, Bachmann estaba allí sentado con una sonrisa extática y silenciosa, contemplando a madame Perov, que estaba tendida a lo ancho de la cama, inconsciente bajo la manta de cuadros. No había manera de saber lo que Bachmann pensaba mientras contemplaba el rostro ardiente de su amante y escuchaba su respiración espasmódica; probablemente, interpretaba a su manera la agitación de su cuerpo, la agitación y la fiebre, una enfermedad terminal ni siquiera le pasaba por la imaginación. Sack llamó al doctor. Al principio Bachmann les miró con desconfianza, con una sonrisa tímida; pero luego cogió al doctor por el cuello, se echó atrás para coger carrerilla, se dio un golpe en la frente y empezó a dar vueltas y más vueltas, rechinando los dientes. Ella murió aquel mismo día, sin recobrar la conciencia. La expresión de felicidad nunca abandonó su rostro. En la mesilla Sack encontró una hoja de papel toda arrugada, pero nadie fue capaz de descifrar los puntos violeta de música desperdigados por el papel.


—Me lo llevé inmediatamente de allí—continuó Sack—. Temía lo que pudiera suceder cuando llegara el marido, ya me entiende. El pobre Bachmann estaba fláccido como una muñeca de trapo y no paraba de meterse los dedos en los oídos. No dejaba de gritar como si alguien le estuviera haciendo cosquillas. «¡Parad de hacer ese ruido! ¡Ya vale, ya vale de música!» No puedo concebir qué es lo que le produjo semejante shock: entre nosotros, nunca amó a aquella desgraciada mujer. En cualquier caso, ella terminó con él. Después del funeral Bachmann desapareció sin dejar huella. Todavía se encuentra su nombre, de vez en cuando, en los anuncios de las casas de piano, pero, en términos generales, está completamente olvidado. Seis años más tarde el destino nos volvió a reunir. Por un instante, tan sólo. Yo esperaba un tren en una pequeña estación suiza. Era una tarde espléndida, recuerdo. Yo no estaba solo. Sí, una mujer… pero ése es otro libreto. Y entonces, no se lo creerá, veo un grupo de gente que se arremolina en torno a un hombre bajito que lleva un abrigo negro todo raído y un sombrero también negro. Metía una moneda en una pianola y no dejaba de llorar desconsoladamente. Metía otra moneda, escuchaba la melodía enlatada y lloraba. Y entonces, el rollo de la pianola, o lo que fuera, se rompió. Se puso a golpear la máquina, y a llorar aún más efusivamente, luego, desistió de su empresa y se fue. Lo reconocí inmediatamente, pero, como comprenderá, yo no estaba solo. Estaba con una dama, y había gente por allí, que miraban boquiabiertos. Hubiera resultado extraño acercarme a él y decirle: «Wiegeht’s dir, Bachmann?».



miércoles, 9 de noviembre de 2016

Un breve relato,"¿En que momento se jodió el Perú?".


Desde la puerta de "La Crónica", Zabalita mira la avenida Tacna, sin amor: 

Automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?.

Los canillitas merodean entre los vehículos detenidos por el semáforo de Wilson voceando los diarios de la tarde y él echa a andar, despacio, hacia la Colmena.

Las manos en los bolsillos, cabizbajo, va escoltado por transeúntes que avanzan, también, hacia la plaza San Martín. Él era como el Perú, se había jodido en algún momento. Piensa: Pero¿en cuál?.

Frente al Hotel Crillón un perro viene a lamerle los pies: no vayas a estar rabioso, fuera de aquí. ¡El Perú jodido! –piensa- ¡mi amigo Carlitos jodido!, todos jodidos. Dice: no hay solución [...]; Santiago se acuerda de esta pequeña introduccion en su libro de colegio, una obra que marcó casi la gran parte de su infancia.

¿La pregunta seguirá vigente hasta el día de hoy?, se pregunta Santiago: ¿En qué momento se jodió el Perú?, ¿Qué habrá pasado con Zabalita?, y acaso ¿seguirá más jodido el Perú?. 

Sale del aeropuerto Jorge Chavez y lo primero que hace es ir a una librería que se encuentra cerca del aeropuerto, para comprar el segundo libro escrito por Mario Vargas Llosa, su escritor favorito, toma un taxi, guarda su equipaje en la maletera del vehículo y se sienta cómodo para empezar a leer su primer capítulo, toma al rededor de un par de horas más para llegar de vuelta a su antiguo barrio y -¿cómo terminó el Perú?-, se pregunta.

Hace ya décadas que el mismo autor, premio nobel de literatura, busca una solución a su propia interrogante en las calles y siempre termina con las mismas respuestas:

"Es que los peruanos siempre terminamos echándole la culpa a quienes nos han gobernado"

Es mas fácil decir para nosotros que nuestro Perú se hundió por la reforma agraria de Velasco, o por que el arquitecto no le dio importancia al terrorismo, o por culpa del primer gobierno de Alan y su tren cargado de inflación e inoperancia económica, por culpa del autogolpe, los vladivideos y la corrupción en el gobierno Fujimori, por culpa de los whiskies y la hora cabana, por culpa de la mayoría de la clase política que gobernó y gobierna el Perú y que sigue viviendo en el escándalo y en la corrupción.

Pero Santiago más allá de todo esto, piensa: por más que queramos deslindar nuestra responsabilidad por la crisis social que asfixia al Perú, nosotros los peruanos, compartimos demasiados hábitos que nos hacen parecidos a quienes culpamos y criticamos.


Porque por ejemplo, -se dice- "Aun creemos que la criollada se tiene que celebrar como si fuera parte de nuestro orgullo nacional".

Somos vivos, y por eso  ganamos los trabajos no por nuestro esfuerzo o talento, nos colamos en la fila para que nos atiendan primero, otras veces aceleramos en ámbar y nos pasamos la luz roja, porque así llegamos más rápido, somos tan vivos que robamos la señal de cable, robamos electricidad y no nos consideramos ladrones, reclamamos que haya justicia y se acabe la corrupción, pero le pagamos veinte soles a un policía para que no nos ponga papeleta, o al juez para que abogue por nuestra causa, jamás le damos el pase a un transeunte en el cruce peatonal por que en el Perú, si no eres vivo no eres nadie.

¿Pero si somos tan vivos?- se pregunta- ¿por qué tiramos la basura en la calle?, como si la ciudad perteneciera a cualquiera menos a nosotros, ¿por qué estamos tan interesados en saber que vedette trampea con que jugador?, en vez de conocer algo sobre nuestra historia, nuestra economía, nuestra literatura o al menos saber cuáles son nuestros derechos más elementales,  ¿porqué dejamos que un paquete de fideos, un taper, una gorrita o un calendario  regalado sea el mejor argumento de un político para llevarse nuestro voto?, porque cuando algún peruano hace algo bueno decimos que parece hecho en el extranjero, como si eso fuese más meritorio, porque no nos sentimos orgullosos de nuestra diversidad cultural y porque si somos tan vivos seguimos alimentando este círculo vicioso que no nos deja avanzar como sociedad y nación.

Es cierto -se dice asi mismo-, que nuestros niveles educativos dan pena, y si queremos llegar a ser un país con posibilidades de desarrollo se tiene que invertir en escuelas y capacitar a los maestros, pero de que nos servirá una buena educación fuera de casa, cuando dentro educamos a nuestros hijos dándoles el peor ejemplo.

Es cierto que se necesitan medidas urgentes para frenar la ola de delincuencia y violencia que azota al país. Pero ¿de que nos servirá pacificar las calles cuando en nuestros hogares la violencia física y psicológica parece haberse institucionalizado?, es cierto que se necesita una verdadera reforma judicial para que en el Perú se pueda hablar de justicia, pero de que servirá lograrlo cuando la mayoría de nosotros sigue avalando la ley del más fuerte, del más rico, del más vivo, del más criollo, donde jueces y fiscales bailan al compás del que mejor les revienta la mano, utilizandolos  como si fueran marionetas de trapo.

Es cierto que necesitamos mejores leyes de inclusión social y muchísimos más proyectos de integración. Pero de que nos servirán estas leyes y proyectos si hasta el día de hoy la publicidad y televisión peruana define nuestros estratos socioeconómicos por el color de la piel y a nadie le parece raro, si hasta el día de hoy seguimos avergonzándonos de nuestras diferencias o sintiéndonos superiores por estas mismas diferencias.

Es cierto que es mucho más fácil de echarles la culpa de absolutamente todo a nuestros gobernantes, a la televisión basura, a las inmensas transnacionales, a los congresistas, alcaldes, a los cholos, chinos, morenos,  gringos, españoles, o hasta a los propios chilenos.

Pero la realidad es que el Perú se hunde en exacta proporción a esa viveza que alimentamos todos día tras día - piensa- nosotros somos la materia prima con la que se hace este país, y si no corregimos nuestros hábitos, si nuestra materia prima sigue adulterada, cualquier producto que hagamos también saldrá adulterado, y por mas logros que obtengamos en nuestra económica, en los deportes, en las artes, en nuestra gastronomía, por mas orgullosos que nos sintamos de nuestros representantes, de nuestra historia, de nuestras maravillas, o de nuestra creatividad, si no cambiamos estos hábitos seguiremos preguntándonos ¿En qué momento se jodio el Perú?.

Santiago, cansado hasta el hartazgo de tantas conclusiones sóbrias para él sobre el concepto del Perú y de los peruanos, sale del restaurante de donde ya lleva sentado casi una hora y se dirige como por premonición propia o por obra casi inexplicable del mismo destino, siguiendo la descripcion precisa a la cual hace referencia el autor, y llegando así al lugar exacto de donde su libro describe la muy famosa conversacion en la “Catedral”. 


Después de un par de horas de búsqueda, llega a la antigua cantina donde conversaban imaginariamente sus dos personajes, se sienta cerca de la barra y se pide un vaso con wiski. Se queda contemplando la curiosa descripcion que hace Vargas Llosa sobre este lugar.

Un anciano cantinero le sigue con la mirada desde hace ya varios minutos pero Santiago ni cuenta se dá de que esto sucede en realidad.

Después de un tiempo más de acabado su segundo vaso con wiski, mientras mira como discuten unos compadres sobre el partido de futbol del día de ayer en la mesa de al frente, Santiago comienza a formular sus propias respuestas en la cabeza, es muy dificil escontrale una respuesta a una pregunta tan sencilla y a la vez tan agobiante, mientras que metros más allá, el anciano que está en el otro lado de la barra se le acerca y le hace una pregunta muy improvisada y algo dubitativa:

¿Es Ud. el señor Santiago?

Santiago mueve la cabeza como contestando afirmativamente, termina de dar un sorbo a su vaso con wiski, luego voltea su rostro muy someramente hacia el anciano y le dice,- bueno, efectivamente señor,...pero; ¿Cómo es que conoce mi nombre?- le pregunta con bastante extrañeza.

Eso no es de importancia para nadie ahora – le responde el anciano, y con una sonrisa, derrepente expresando alguna alegría aún palpitante en su corazón, y con una voz débil y ronca le vuelve a decir:

Tengo ya reservada una mesa para Ud. señor Santiago,- le dice el viejo mientras camina hacia el otro extremo de la barra, se adentra y luego de un momento sale nuevamente-  por cierto que ésta mesa ya lleva reservada desde hace mucho tiempo atrás para su llegada.

¿para mí?,-responde Santiago- “Pero quien me ha de querer reservar una mesa”, …no lo entiendo

-Esto más que una pregunta para el viejo cantinero le suena como una pregunta hecha para sí mismo-.

Una mesita vacía sobre un antiguo balcón ya crujiente al contacto con las primeras pisadas, hecho de madera tallada, una botellita de pisco, un vasito; y el ejemplar de un libro. –¡Que diablos!- se dice Santiago, leyendo un mensaje escrito a puño y pluma sobre la guarda anterior de la portada de este nuevo libro:

“…¡Qué!... ¿Sorprendido?... Seguro que ya ni te acordabas. –comienza a leer en el libro-

Si estás leyendo esto, es que ya han pasado casi veinte años. Espero que no hayas perdido pelo o ganado arrugas.

"Como te conozco, y me conozco, y sé que como humanos podemos haber olvidado algunas cosas que aprendimos hace veinte años, he decidido redactarlas en la primera página de este libro, mi tercer libro publicado hace ya algunos años, tan solo para recordártelas".

"Recuerda que hubo un tiempo en el que fuimos compatriotas, no solamente amigos, o compañeros, o hermanos ni mucho menos simples conocidos. En el que para encontrar el camino hacia cualquier lado, nos guiábamos por la simple curiosidad y la amabilidad de los transeúntes, no por una simple aplicación de celular que se utiliza hoy en día; y no necesitábamos reserva para pasar una gran noche, y tú lo sabes".

“Si eres feliz, cierra este libro…”

[…]; […]; [...]
[...]; [...]
[...]

-Ah, veo que sigues ahí-

"Recuerda que aquí siempre tuviste tiempo para hacer amigos y para aprender cosas nuevas".

Aprender que hubo un tiempo en el que el mundo entero decía “No se puede” y la ilusión de un país como el nuestro demostró que el mundo estaba equivocado.

Y sobre todo, recuerda que la vida es solo una inmensa sucesión de momentos, tanto dentro de un país como en el de una sola persona, y que depende de nosotros mismos el cómo las deseemos seguir viviendo.

Y bueno: “Después de visitado, recorrido, descubierto y vivido en los lugares donde hayas estado durante todos estos veinte años, o bueno, donde hayamos vivido durante todo este tiempo, recuerda por favor, cuando estuvimos viviendo en nuestra patria, nuestra eterna casa, la casa que siempre nos seguirá esperando… la casa que no le importaba si eras pobre o rico ...¡el Perú! y lo dichosos que nos sentíamos todos nosotros, a pesar de la pobreza que nos hundía y todas las peripecias que pasamos de jóvenes,… pero por sobre todo lo orgulloso que nos sentimos siempre… de ser peruanos”...

Para un buen amigo y lector de siempre.

Atte. De su amigo y escritor favorito
                                                            -M.V.L.-.

Eran las cinco y treinta de la tarde, Santiago, que no tenía razón alguna para llorar, pero que sin embargo estaba llorando, "eran casi veinte años tratando de responder una simple pregunta" - se dijo - cerró el libro, alzó la mirada por sobre el balcón de madera y recuerda que no vio nunca jamás un sol tan ardiente y resplandeciente, como el intenso Sol de los antiguos incas, brillando sobre el anaranjado atardecer de uno de los cielos mas grises.

Sobre sus faldas una urbe colosal donde se erguían gigantescas industrias, centros comerciales, boulevares, ciudades, escuelas, universidades, distritos, parques, museos, avenidas, puentes y hospitales. 

Edificios vertiginosos, que iban abriéndose paso de diestra a siniestra entre todas estas cosas, mostrándose ante sus ojos como un panorama esplendoroso, luces, alegría, fiesta, colores y sabores, todos concentrados en una sola ciudad madre acogedora de todas las sangres, como por arte de magia, como si el propio Dios hubiera provocado todo esto como por capricho y voluntad propia, Santiago, fascinado hasta el alma, perplejo y sintiendo como el correr de su propio éxtasis le fluía hasta por los poros del cuerpo, de las manos, de sus brazos, ¡hasta el alma!, impresionado por lo que estaba viendo y viviendo, abrió la primera pagina del libro y leyó como título de portada una nueva pregunta para Zabalita:
 -¿En que momento se levantó el Perú?-.


[Un breve relato compuesto en el inicio por una breve entrada que hace Mario Vargas Llosa en su obra "Conversacion en la Catedral"]. Aquí todos los enlaces que fueron tomados para la composicion de este relato.: