lunes, 31 de julio de 2017

Breve cuento extraído del libro:"Padre rico, padre pobre", de Robert Kiyosaki.


Durante mi infancia tuve en consideración a dos padres, uno rico y uno pobre. Mi padre pobre, que era mi padre biológico, nunca completó el octavo grado, mi otro padre que era rico, era el padre mi mejor amigo. Ambos hombres eran fuertes, carismáticos e influyentes.

Si yo hubiese considerado a tan solo un padre, habría tenido que aceptar o rechazar sus consejos. El problema fue que durante ese relámpago momento de mi niñez, el hombre rico, todavía no era rico, ni tampoco el pobre era pobre aún.

Mis dos papás tenían formas opuestas de pensar. Un papá recomendaba: “estudia mucho, así encontrarás una buena compañía en la cual trabajar honradamente”. Éste papá decía: "la razón por la que no soy rico es porque los tengo a ustedes, niños”. Mientras que uno alentaba a hablar de negocios y dinero durante la cena. El otro prohibía que el tema dinero fuera discutido durante la comida.

Noté que mi papá pobre era pobre, no por la cantidad de dinero que ganaba, la cual era significativa como para cubrir nuestros gastos, sino por sus pensamientos y acciones. ¿A quién debía escuchar?, ¿A mi padre rico o a mi padre pobre? ambos hombres tenían un gran respeto por la educación y el aprendizaje. El otro me animaba a estudiar para ser rico, para entender cómo funciona el dinero, y para aprender cómo tenerlo trabajando para mí. “¡Yo no trabajo por dinero!” eran palabras que él repetía una y otra vez, “el dinero trabaja para mí”. A la edad de nueve años, decidí escuchar y aprender de mi padre rico acerca del dinero.

Así fue que un día, mi amigo Mike y yo nos reunimos con su papá. Ésa mañana Mike me recibió en la puerta. “Papá está hablando por teléfono, y dijo que esperáramos en el patio trasero”, dijo Mike, mientras me abría la puerta. Sentadas en el sofá, habían dos mujeres, frente a ellas estaba sentado un hombre. “¿Quiénes son esas personas?” pregunté. “Ah, trabajan para papá. “, respondió Mike. “Le preguntaste si nos podría enseñar a hacer dinero”, le dije Mike. “Bueno, al principio, mostró una expresión divertida en su rostro, y luego dijo que nos haría una oferta”; De repente, el papá de Mike irrumpió a través de una desvencijada puerta mosquitero. Mike y yo saltamos sobre nuestros pies, no por respeto sino porque nos asustamos. 

“¿Están listos chicos?” preguntó mientras traía una silla para sentarse con nosotros. Asentimos, apartando nuestras sillas de la pared para sentamos frente él. “Mike dice que quieres aprender a hacer dinero, ¿es correcto eso, Robert?” Asentí rápidamente, pero algo intimidado. El hombre tenía mucho poder detrás de sus palabras, y sonreía. “OK, aquí esta mi oferta. Les enseñaré, pero no lo haré al estilo de un salón de clases. Ustedes trabajan para mí, y yo les enseño. Esa es mí oferta. Tómenla, o déjenla” “Mmm... Puedo hacer una pregunta primero” -pregunté- “¡No!”, lo toman o lo dejan. Tengo mucho trabajo que hacer como para malgastar mi tiempo. Si ustedes no pueden tomar una decisión con firmeza, entonces por más que yo les enseñe, nunca aprenderán a ganar dinero. Ser capaz de saber cuando hacer decisiones rápidas es una habilidad importante. La escuela comienza o cierra en diez segundos”, dijo el papá de Mike con una sonrisa fastidiosa. “La tomo”, dije. “La tomo”, dijo Mike. “Bueno”, dijo el papá de Mike. “La Sra. Martín estará aquí en diez minutos. Cuando termine con ella, la acompañarán a mi mini-mercado y pueden empezar a trabajar. Les pagaré 10 centavos por hora y trabajaran tres horas cada sábado”.

Alrededor de las 9:00 a.m., Mike y yo estábamos trabajando para la Sra. Martin. Ella era la encargada de señalarnos nuestras tareas. Pasábamos tres horas tomando alimentos enlatados de los estantes y, con un plumero, cepillábamos cada lata para quitarle el polvo; luego las re-acomodábamos cuidadosamente. 

Era un trabajo extremadamente aburrido. Durante tres semanas, Mike y yo nos reportamos a la Sra. Martin y a nuestras tres horas, hasta el mediodía acababo nuestro trabajo, y entonces ella dejaba caer pequeñas monedas de diez centavos en cada una de nuestras manos. Era para mi edad un trabajo esclavizado, para el miércoles de la cuarta semana, yo estaba listo para renunciar. […]

“Estoy renunciando”, le dije a Mike en el almuerzo. Esta vez Mike sonrió. “¿De qué te ríes?” pregunté con enojo y frustración. Papi dijo que esto pasaría. El dijo que nos encontremos cuando estuvieras listo para renunciar” “¿Qué?” dije indignado. “¿El estuvo esperando a que yo me hartara?” “Algo así”, dijo Mike. “Le diré que estás listo”.

El sábado a las 8:00 am atravesé la puerta de la casa de Mike. “Toma asiento y espera tú turno”, dijo el papá de Mike, cuando entré. Se dio la vuelta y desapareció dentro de su pequeña oficina cercana a su dormitorio. Transcurrieron cuarenta y cinco minutos, y yo ya estaba echando vapor. En un momento, estuve listo para irme, pero por alguna razón, me quedé. 

Finalmente, quince minutos más tarde, a las 9:00 am., padre rico salió y sin decir nada, me hizo señas con su mano para que entrara a su oficina. “Entiendo que quieres un aumento, o renunciarás”, dijo mientras giraba en la silla de su escritorio. “Bueno, usted no está cumpliendo su parte del trato”, dije sin consideraciones, casi con lagrimas. “Usted dijo que me enseñaría si yo trabajaba para usted. Bien, lo he hecho. He trabajado esforzadamente. He dejado de lado mis partidos de baseball para trabajar para usted. Pero usted no mantuvo su palabra. No me ha enseñado nada. Me hizo esperar y no me ha demostrado respeto. Soy solo un chiquillo, y merezco ser tratado mejor”, “No está mal”, dijo.

“En menos de un mes, ya suenas como la mayoría de mis empleados” me dijo; “¿Cómo?” pregunte. Y continué con mis agravios, sin entender lo que él me estaba diciendo. “Pensé que usted iba a cumplir su parte del trato y enseñarme. En lugar de eso, quiere ¡torturarme! Eso es cruel. Eso es realmente cruel” “Te estoy enseñando” dijo papá rico calmadamente. “¿Qué me está enseñando? iNada! agregué enojado. “Ni siquiera me a hablado una sola vez desde el momento en que accedí a trabajar con usted por diez centavos la hora. “¡Guau!” dijo papá rico. “Ahora suenas igual que la mayoría de la gente que solía trabajar para mí. Gente que, o bien yo despedí, o renunciaron” “¿Entonces, ¿qué tiene para decir?” demandé, sintiéndome demasiado embravecido para ser un niño pequeño. “Usted me mintió. He trabajado para usted, y no mantuvo su palabra. No me ha enseñado nada”

“¿Cómo sabes que no te he enseñado nada?”, me preguntó padre rico con calma. “Bueno, usted nunca me ha dirigido la palabra. He trabajado por semanas, y usted no me ha enseñado nada”, dije casi lloriqueando. “¿Acaso enseñar significa hablar o disertar?” me preguntó padre rico. “Bueno, si”, replique. “Así es como te enseñan en el colegio”, dijo él sonriendo. “Pero esta es la forma en que la vida te enseña, y diría que la vida es la mejor maestra de todas. La mayor parte del tiempo, la vida no te habla, te va empujando. Cada empujón es la vida diciéndote, despierta; hay algo que quiero que aprendas.

Podría haber hablado hasta que mí cara se pusiera azul, pero ustedes no hubieran podido escuchar ni una sola cosa. Así que, decidí dejar que la vida presionara un poco, para que entonces pudieran escucharme. Por eso les pagué solo 10 centavos”. “He mantenido mi promesa. Les he estado enseñando a distancia”, dijo padre rico. “A Los 9 años de edad, han probado la experiencia que significa trabajar por un poco de dinero. Solo multiplica tu último mes que haz pasado por los cincuenta años que te quedan todavía, y tendrán una idea de como la mayoría de la gente gasta su vida” […]; “Derrepente he sido un poco cruel hasta el día de hoy con Uds muchachos, sin embargo les aseguro que la vida lo será aún más”, dijo. Así con estas palabras, padre rico, levantándose de su sillón, caminó lentamente  por delante de nosotros dirigiéndose  hacia su ventana, tomó un gran aire y lo botó mediante un profundo suspiro, luego prosiguió:

Quiero que observen a la Sra. Martin y a la mayoría de las personas que están jugando softball ahí en el parque. Ella trabaja duro, por poca plata, colgada de la ilusión de la seguridad de un trabajo medianamente estable, esperando con agrado las tres semanas de vacaciones anuales, y una magra pensión luego de cuarenta y cinco años de trabajo.


Al igual que ella, sus vidas girarán en torno a un salario o, como yo suelo llamarlo, en torno a la columna de sus ingresos, y después de aquí a cierto tiempo, luego de desarrollar sus habilidades académicas, de seguro cursarán niveles universitarios superiores, para incrementar sus capacidades profesionales. Estudiarán para convertirse en ingenieros, científicos, cocineros, oficiales de policía, artistas, escritores, etcétera. Esa capacitación profesional los habilitará para ingresar a la fuerza laboral, y trabajar por el dinero, o sea se convertirán en lo que llamamos “nuestros empleados”.

Ellos pasan sus vidas ocupándose del negocio de otro, y haciendo rica a esa otra persona. Para estar financieramente seguro, uno necesita ocuparse de su propio negocio. Su negocio gira en torno a la columna del activo valores, inversiones, en oposición a la columna de sus ingresos, es conocer la diferencia entre valores e inversiones, y compromisos u obligaciones, e invertir en el primer grupo.

Una persona rica se enfoca en la columna de sus inversiones, mientras que el resto lo hace en lo que su corazón les dicta que gasten. Esa es la razón por la que tan a menudo escuchamos “Necesito un aumento.” “Si tan sólo lograra un ascenso.” “Volveré a estudiar para recibir más entrenamiento a fin de poder conseguir un mejor empleo.” “Trabajaré extra.” “Quizás pueda conseguir un segundo trabajo.” “En dos semanas renuncio. Conseguí un trabajo mejor remunerado.”

Es por esto, y ahora que ya saben como funciona el dinero, mi consejo sería que comience a ocuparse de su propio negocio. Mantenga su trabajo mensual para seguir ganando más experiencia y demás oportunidades para poder emprender algo, pero comience a adquirir verdaderas inversiones, no obligaciones o efectos personales que no tienen valor real una vez puestos en su casa. Finalmente padre rico nos dijo:

Si el continuar con este trabajo los entusiasma, les daré un aumento de 25 centavos por hora” Con una sonrisa, papá rico dijo, “¿No suenan buenos los 25 centavos? ¿No hace que su corazón comience a latir más rápido?” Sacudí mi cabeza con un “no”, pero en realidad no era así. Veinticinco centavos por hora hubieran sido un gran monto para mí. “OK, les pagaré un dólar por hora”, dijo padre rico, con una mueca burlona. Ahora mi corazón empezaba a correr. Mi cerebro chillaba, “tómalo, tómalo” Yo no podía creer lo que estaba escuchando. Pero aún así, no dije nada. “OK, 2 dólares por hora” Mi pequeño cerebro de 9 años y mi corazón, casi explotaban. Después de todo, estábamos en 1956 y que me pagaran 2 dólares por hora me hubiera convertido en el niño más rico del mundo. No podía imaginarme ganando esa cantidad de dinero. Yo quería decir  “si” Quería aceptar el trato. Podía ver una nueva bicicleta, guantes de baseball nuevos, y la adoración de mis amigos cuando mostrara algo de efectivo en el colegio. Además de eso, Jimmy y sus amigos ricos nunca podrían volver a llamarme pobre. Pero por alguna razón mi boca permaneció en silencio.

Quizás mi cerebro se recalentó y comenzó a derretirse. Pero en lo profundo de mi ser, yo realmente no quería esos 2 dólares por hora. Padre rico veía ante sí a dos muchachitos que le devolvían fijamente la mirada, con los ojos muy abiertos y el cerebro en blanco. El sabía que nos estaba probando, y que nuestra parte emocional quería aceptar el trato. El sabía que el alma de cada ser humano tiene un punto débil y lleno de necesidades, que puede ser comprado. Y él sabía que el alma de cada ser humano también tenía una parte llena de fortaleza y de resolución, que no podría ser comprada jamás. La cuestión era cual de las dos partes era la mas fuerte. El había puesto a prueba a miles de almas en su vida.

El examinaba almas cada vez que entrevistaba a alguien para un trabajo. “Bien, que sean 5 dólares por hora” De repente, hubo un silencio dentro de mí. Algo había cambiado. La oferta era demasiado buena, y ya se había vuelto ridícula. No muchos adultos en 1956 ganaban más de 5 dólares por hora. La tentación desapareció, y se instaló la calma. Lentamente, giré a mi izquierda y miré a Mike. El me devolvió la mirada. La parte de mi alma que era débil y necesitada, estaba silenciosa. La parte de mí alma que no tenía precio tomó su lugar. Una calma y una certeza acerca del dinero penetraron en mi cerebro y en mi alma. Yo sabía que Mike había llegado también a ese punto. “Bien”, dijo padre rico suavemente. “Casi todas las personas tienen un precio. Y ese precio está dado por dos emociones humanas: el miedo y la ansiedad. 

Primero, el miedo a quedarse sin dinero nos motiva a trabajar duro y a aceptar cualquier oferta, y entonces, una vez que obtenemos nuestro cheque, la ansiedad y el deseo nos llevan a pensar en todas las cosas maravillosas que el dinero puede comprar. Y así, el patrón queda configurado” ¿Qué patrón?” pregunté. El patrón de levantarse, ir a trabajar, pagar cuentas, levantarse, ir a trabajar, pagar cuentas…Sus vidas entonces estarán  guiadas para siempre por dos emociones, el miedo y la ansiedad. Si les ofrecen más dinero, ellos continuaran el ciclo, incrementando también sus gastos. ¿Existe otra manera?” preguntó Mike. “Si” dijo padre rico lentamente. “Pero sólo unas pocas personas la encuentran” ¿Cuál es esa manera?” nuevamente Mike preguntó. “Eso chicos, es lo que yo espero que ustedes descubran en la medida que estudien y trabajen conmigo. “Bueno, el primer paso es decir la verdad”, dijo padre rico. “¿La verdad acerca de qué?” pregunté. ‘“Acerca de cómo se están sintiendo”, dijo padre rico. “No tienen que decírselo a nadie más. Sólo a sí mismos” ¿Usted quiere decir que las personas que están en este parque, los que trabajan para usted, la Sra. Martin, ninguno de ellos hace eso?” pregunté. “Lo dudo”, dijo padre rico. “En lugar de eso, ellos sienten miedo de no tener dinero. En vez de confrontar el miedo, reaccionan, en lugar de pensar.

Reaccionan emocionalmente, en lugar de usar sus cabezas”, agregó, dando golpecitos sobre nuestras cabezas. “Entonces, consiguen unos pocos pesos en sus manos, y otra vez sus emociones -la alegría, el deseo, las ansias- toman posesión, y ellos vuelven a reaccionar, en vez de pensar” “¿De manera que sus emociones construyen sus pensamientos?” dijo Mike. “Correcto”, dijo padre rico. “En lugar de decir la verdad acerca de cómo se sienten, ellos reaccionan ante sus sentimientos, que les impiden pensar. Ellos sienten miedo, y van a trabajar, esperando que el dinero lo mitigue, pero no sucede así. Ese viejo miedo ronda a su alrededor, entonces van de nuevo al trabajo, esperando nuevamente que el dinero calme sus temores, pero una vez mas, no sucede así. El miedo los tiene atrapados en esta trampa de trabajar, ganar dinero, gastar, trabajar, ganar dinero, gastar, y esperar que el miedo se disipe. Pero cada mañana al levantarse, el miedo se levanta con ellos. Para millones de personas, ese viejo miedo es la causa de que no puedan conciliar el sueño, originándoles noches de agitación y temor. De manera tal que otra vez se levantan y van a trabajar, esperando que el cheque de su sueldo elimine ese miedo que corroe su alma. El dinero está manejando sus vidas, pero ellos se rehúsan a asumir la verdad. El dinero tiene el control de sus emociones, y en consecuencia, de sus almas...[…].

Pasamos las semanas siguientes en el colegio, pensando y hablando. Al final del segundo sábado, estaba nuevamente despidiéndome de la Sra. Martin y observando el pequeño estante de historietas del mini-market con una mirada pensativa.

De repente mientras la Sra. Martin nos decía adiós, note algo que ella hacía, nunca antes había observado. Ella estaba cortando en mitades la página frontal de los libritos de historietas. Guardaba la mitad superior de cada portada, desechando el resto de la revista dentro de una gran caja marrón de cartón prensado. Cuando le pregunté qué hacia con las historietas, me contestó que las arrojaba a la basura. “Las mitades superiores de las portadas se las entrego al distribuidor de libros, a modo de crédito para nuevos ejemplares. El vendrá en una hora” Mike y yo, esperamos esa hora. Enseguida el distribuidor llegó, y le pregunté si podríamos tomar los libritos de historietas. El me respondió: `Pueden tenerlos si trabajan también para mi estante de historietas dentro del local, y no los revenden” Nuestra sociedad fue revivida. La mama de Mike tenía una habitación en el sótano, que nadie usaba. La limpiamos, y comenzamos a apilar allí cientos de revistas de historietas.

Pronto, nuestra biblioteca de comics fue abierta al público. Contratamos a la hermana menor de Mike, a quien le encantaba estudiar, para ser la cabeza de la biblioteca. Ella cobraba a cada niño 10 centavos la entrada, y el lugar permanecía abierto desde las 2:30 hasta las 4:30 p.m. todos los días después del colegio. Los clientes, niños del vecindario, podían leer tantas revistas como pudieran, en esas dos horas. Era una ganga para ellos, dado que cada librito de historietas, costaba 10 centavos, y alcanzaban a leer cinco o seis en las dos horas.  

La hermana de Mike chequeaba a los niños cuando se iban, para asegurarse de que nadie se apropiara de ninguna revista. Ella también llevaba libros con los registros, dividiéndolos en cuántos niños venían por día, quiénes eran, y cualquier comentario que pudieran tener. Mike y yo promediamos los 9,50 dólares por semana, durante un periodo de tres meses. Le pagamos a su hermanita 1 dólar por semana, y la dejábamos leer gratis las historietas, lo cual rara vez hacia dado que estaba siempre estudiando. Mike y yo mantuvimos el acuerdo de trabajar en la tienda cada sábado, recolectando todos los libritos de historietas de todos los almacenes. Respetamos nuestro acuerdo de no vender ninguna revista, las quemábamos cuando se ponían muy andrajosas. Intentamos abrir una sucursal pero nunca pudimos encontrar alguien tan dedicado como la hermana de Mike, en quien pudiéramos confiar. A una edad temprana, descubrimos lo difícil que era encontrar buen personal. Tres meses después de que la biblioteca fuera abierta por primera vez, se suscitó una pelea en el lugar.

Algunos camorristas de otro vecindario lograron entrar por la fuerza, y la iniciaron. El padre de Mike sugirió que cerráramos el negocio. Así que nuestra tienda de historietas cerró, y nosotros dejamos de trabajar los sábados en el mini-mercado. De todos modos, el papá de Mike estaba feliz porque habíamos aprendido bien nuestra lección. Habíamos aprendido a tener dinero trabajando para nosotros. Al no estar conformes con nuestro trabajo en la tienda, nos vimos forzados a usar nuestra imaginación para identificar una oportunidad de ganar más dinero. Al iniciar nuestro propio negocio, la biblioteca de historietas, teníamos el control de nuestras propias finanzas, sin depender de un empleador. Lo mejor fue que nuestro negocio generaba dinero para nosotros, aun cuando no estábamos allí físicamente. Nuestro dinero trabajaba para nosotros. "En lugar de pagarnos con dinero, padre rico nos había dado mucho más. Algo mucho más valioso para toda mi vida"...

martes, 11 de julio de 2017

Un cuento corto: "Corazón delator" de Edgar Allan Poe


¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. 
Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen… y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre… Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio… ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado… con qué previsión… con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría… ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente… muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente… ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches… cada noche, a las doce… pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás… pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando… tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena… ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: “No es más que el viento en la chimenea… o un grillo que chirrió una sola vez”. Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par… y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí… ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez… nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar… ninguna mancha… ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo… ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues… ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara… hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba… ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso…, un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia… maldije… juré… Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto… más alto… más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían… y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces… otra vez… escuchen… más fuerte… más fuerte… más fuerte… más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí… ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!

Un cuento corto: "Dragón", de Vladimir Nabokov


Vivía recluido en una cueva profunda, lóbrega, en el mismo corazón de una montaña rocosa, alimentándose tan sólo de murciélagos, ratas y mantillo. 

Es verdad que, ocasionalmente, algún cazador de estalactitas o algún viajero curioso llegaba merodeando hasta la cueva, y su visita acababa resultando un verdadero festín. Entre sus recuerdos más placenteros se contaba el de un bandolero que trataba de escapar a la justicia y el de dos perros que alguien había soltado en la cueva con el fin de asegurarse de que existía un pasadizo que llegaba hasta el otro lado de la montaña. 

La naturaleza en torno a aquel lugar era salvaje, las rocas estaban salpicadas de nieve porosa y unas cascadas batían el aire con su rugido helado. El había sido incubado hacía unos mil años y, quizás porque su llegada a la vida se produjo de forma bastante inesperada -el inmenso huevo se rompió gracias al impacto de un relámpago en una noche de tormenta-, el dragón resultó ser más bien cobarde y no demasiado inteligente. 

Además, la muerte de su madre le había afectado mucho… Durante mucho tiempo su madre había sido el terror de los pueblos vecinos, había escupido fuego por su boca, provocando el enfado del rey que consecuentemente ordenó que su guarida estuviera constantemente vigilada por caballeros, los cuales eran destrozados y devorados por ella como si fueran nueces. Pero en una ocasión se tragó a un corpulento jefe real, y después se tumbó a echar la siesta sobre una roca al sol, y el gran Ganon en persona llegó al galope con su armadura de hierro, en un corcel negro cubierto de malla de plata. La pobre, soñolienta, trató de retirarse, su grupa verde y oro llameando como fuego al viento, pero el caballero cargó contra ella y consiguió atravesar el suave pecho blanco con su lanza. Ella se derrumbó y rápidamente el corpulento caballero surgió de la herida rosa, con el corazón enorme y todavía humeante bajo el brazo.

El joven dragón contempló todo esto escondido detrás de una roca y, desde entonces, no podía pensar en los caballeros sin ponerse a temblar. Se retiró a las profundidades de la cueva, de la que nunca salió. Y así pasaron diez siglos, el equivalente a veinte años para un dragón.

Y entonces, de repente, se sintió presa de una melancolía insoportable…

De hecho, el alimento putrefacto de la cueva le producía problemas gástricos feroces, dolores y ruidos desagradables. Tardó nueve años en tomar una determinación, pero finalmente, al décimo año se decidió. Despacio y con cautela, con un movimiento sinuoso de los anillos de su cola que se recogían para luego extenderse sobre el suelo, reptó fuera de su cueva.

De inmediato se dio cuenta de que era primavera. Las rocas negras, mojadas todavía con la lluvia reciente, brillaban todas; la luz del sol hervía en el torrente de la montaña; el aire estaba impregnado de caza salvaje. Y el dragón, olfateando con todas sus fuerzas, empezó su descenso hacia el valle. Su estómago satinado, blanco como los lirios, casi rozaba el suelo, unas manchas carmesí destacaban en sus flancos verdes, y las duras escamas se fundían, en su espalda, en una sierra de dientes de fuego, una cresta de rojizas grupas dobles que disminuían de tamaño al llegar a la cola flexible, poderosa y siempre en movimiento. 

Su cabeza era suave y verdosa; de su labio inferior, lleno de verrugas, colgaban burbujas de moco llameantes y sus gigantescas patas cubiertas de escamas, dejaban a su paso huellas profundas, concavidades en forma de estrella.

Lo primero que vio al descender al valle fue un tren que viajaba a lo largo de las laderas rocosas. La primera reacción del dragón fue de placer, porque confundió al tren con un pariente con el que podía jugar. No sólo eso, pensó que bajo aquella concha dura y brillante tenía que haber, con toda seguridad, una carne muy tierna. Así que se dispuso a seguirlo, con sus pies abofeteando el suelo con un ruido húmedo y seco, pero, justo cuando estaba a punto de engullir al último vagón, el tren se metió en un túnel. 

El dragón se detuvo, introdujo la cabeza en la guarida negra en la que se había perdido su presa, pero no consiguió meterse allí dentro. Se despachó con un par de estornudos tórridos que lanzó en aquellas profundidades y luego sacó la cabeza, se sentó en los flancos traseros y se dispuso a esperar -quién sabe, a lo mejor volvía a salir corriendo de aquel agujero. Después de aguardar durante algún tiempo sacudió la cabeza y emprendió la marcha. Justo en aquel momento un tren salió a toda velocidad de la guarida negra, emitió un furtivo relámpago de fulgor en el cristal de sus ventanas, y desapareció tras una curva. El dragón volvió la vista herido y, alzando la cola como una pluma, reanudó su viaje.

Caía la noche. La niebla flotaba sobre los campos de hierba. La bestia gigante, grande como una montaña de verdad, fue vista por algunos campesinos que regresaban a sus casas, y que quedaron petrificados de asombro. Un cochecillo que pasaba deprisa por la carretera vio cómo le explotaban las cuatro llantas de puro miedo, dio una vuelta de campana y acabó en una zanja. Pero el dragón seguía caminando, sin darse cuenta de nada; desde lejos le llegaba el aroma cálido de la masa de humanos concentrados, y hacia allí dirigía sus pasos. Y, de nuevo, contra la extensión azul del cielo nocturno, se alzaron frente a él las negras chimeneas de las fábricas, guardianes de una gran ciudad industrial.

Los personajes principales de esta ciudad eran dos: el propietario de la Compañía de Tabaco Milagro y el de la Compañía de Tabaco Casco de Hierro. Entre ambos hervía el odio de una hostilidad acerba y antigua como el tiempo, sobre la que se podría escribir todo un poema épico. Rivalizaban en todo -en los colores abigarrados de sus anuncios, en sus técnicas de distribución, en sus precios, en sus relaciones laborales-, pero no había manera de saber quién era el ganador en esta guerra continua.

Aquella noche memorable, el propietario de la Compañía Milagro se quedó hasta muy tarde en su despacho. Junto a él, sobre su mesa, había una pila de anuncios nuevos, recién salidos de imprenta que los obreros de la cooperativa iban a pegar por la ciudad al amanecer.

De repente, una campana rompió el silencio de la noche y, unos segundos más tarde, entró un hombre pálido, macilento, con una verruga como una bardana en la mejilla derecha. El propietario le conocía: era el dueño de una taberna modelo que la Compañía Milagro había abierto en las afueras de la ciudad.

- Van a dar las dos de la mañana, amigo mío. La única justificación que se me ocurre para su visita ha de ser un acontecimiento de inusitada importancia.

- Exactamente -dijo el tabernero en un tono tranquilo, aunque la verruga no dejaba de moverse. Esto es lo que contó:

Había echado a la calle a cinco obreros completamente borrachos.

Debían de haber visto algo extraordinariamente raro en el exterior, porque todos ellos se echaron a reír: «Oh, oh, oh -gruñía una de las voces-, igual es que he bebido de más, ya que veo ante mis narices, grande como la vida, la hidra contrarrevoluciona…».

No tuvo tiempo de terminar, porque se produjo un estallido, un ruido aterrador, poderoso, y alguien dio un grito. El tabernero salió fuera a ver qué pasaba. Un monstruo, brillando en las tinieblas como una montaña mojada, se estaba tragando algo enorme, con la cabeza inclinada hacia atrás, dejando al descubierto su cuello blanquecino que al moverse conformaba como una cadena de colinas; se tragaba aquello y chupaba los huesos, sin dejar de balancearse con todo su cuerpo, hasta que finalmente se acomodó tumbado en medio de la calle. 

- Creo que se ha quedado dormido -acabó el tabernero, sujetándose su verruga crispada con el dedo.

El propietario de la fábrica se levantó. Los robustos empastes de sus muelas destellaban con el fuego dorado de su inspiración. La llegada de un dragón de carne y hueso no le sugería otro sentimiento distinto del deseo apasionado que guiaba su existencia entera, el deseo de infligir una derrota a la compañía rival.     -¡Eureka! -exclamó-. Escucha, buen hombre, ¿hay algún otro testigo? 

- No creo -replicó el otro-. Estaba todo el mundo en la cama, y decidí no despertar a nadie y venir directamente a verle. Para evitar el pánico.

El propietario de la fábrica se puso el sombrero.

- Espléndido. Coge esto, no, no hace falta que cojas toda la pila, cuarenta serán suficientes, y trae también esa lata y el cepillo. Y ahora, muéstrame el camino.

Salieron a la noche oscura y muy pronto se encontraron en la calle tranquila en cuyo extremo, según el tabernero, reposaba un monstruo. Primero, a la luz de una solitaria farola amarilla, vieron a un policía boca abajo en medio de la calzada. Luego se supo que, mientras hacía su ronda nocturna, se había topado con el dragón y se había dado tal susto que se quedó boca abajo petrificado en aquella posición. El propietario de la fábrica, un hombre del tamaño y fuerza de un gorila, lo volvió a su posición vertical y lo apoyó contra el poste de la farola, y luego se acercó al dragón. 

El dragón estaba dormido, como no podía ser menos. Resulta que los individuos que había devorado estaban empapados en vino, y se habían reventado entre sus mandíbulas. El alcohol, en un estómago vacío, se le había subido directamente a la cabeza por lo que había dejado caer la fina película de sus pestañas con una sonrisa de beatitud. Estaba tumbado con las patas delanteras recogidas bajo su panza, y el resplandor de la farola destacaba el brillo de los arcos de sus dobles protuberancias vertebrales.

- Saca la escalera -dijo el propietario de la fábrica-.

Y yo mismo procederé a pegarlas.

Y escogiendo las zonas planas de los flancos verdes y viscosos del monstruo, empezó a extender sin prisa pasta de pegar en las escamas de la piel colocando después en ella enormes carteles de propaganda. Cuando hubo utilizado todas las hojas disponibles, le dio al tabernero un apretón de manos significativo y, dando chupadas contundentes a su puro, volvió a casa.

Y llegó la mañana, una magnífica mañana de primavera dulcificada con una neblina lila. Y de repente la calle volvió a la vida con un clamor alegre, excitado, las puertas y también las ventanas se cerraban de golpe, la gente se apresuraba a bajar a la calle, mezclándose con todos aquellos que corrían hacia algún lugar sin parar de reírse. Lo que veían era un dragón que parecía de carne y hueso, cubierto completamente con anuncios de colores, que no paraba de chasquear su cuerpo contra el asfalto. Tenía un cartel pegado incluso en la calva coronilla de la cabeza. «Fume sólo Brand», retozaban las letras azul y carmesí de los anuncios.

«Los locos son los únicos que no fuman mis cigarrillos», «Los cigarrillos Milagro convierten el aire en miel», «¡Milagro, Milagro, Milagro!».

Realmente es un milagro, decía la gente sin parar de reír, y cómo lo habrán hecho, ¿será una máquina o habrá gente dentro?

El dragón estaba destrozado después de su borrachera involuntaria. El vino barato le había revuelto el estómago, se sentía débil, y pensar en el desayuno lo ponía peor. Además, le atormentaba un agudo sentimiento de vergüenza, la insoportable timidez de una criatura que se encuentra por primera vez en presencia y rodeado de una multitud. En verdad que lo que deseaba en aquel momento era volver lo más pronto posible a su cueva, pero eso habría sido aún más vergonzante, así que siguió con su inexorable marcha a través de la ciudad.

Unos hombres que llevaban unos carteles a la espalda le protegían de los curiosos y de los chavales que querían deslizarse bajo su vientre blanco, encaramarse a lo alto de su espalda o tocarle el hocico. Había música, gente que miraba asombrada desde cada ventana, y detrás del dragón marchaba una procesión de automóviles en fila india, en uno de los cuales iba repantigado el propietario de la fábrica, el héroe del día.

El dragón caminaba sin mirar a nadie, consternado ante el regocijo que había provocado.

Mientras tanto, en una oficina soleada, el fabricante rival, el propietario de la Compañía del Gran Casco de Hierro, recorría sin descanso y con los puños cerrados, en un gesto de exasperación, una alfombra suave como el musgo. Junto a una ventana abierta y sin dejar de observar tamaña procesión, se encontraba su novia, una menuda bailarina de cuerda floja.

- Esto es un ultraje -gritaba sin cesar el fabricante, un hombre de mediana edad, calvo, con bolsas azules bajo los ojos-. La policía debería poner fin a semejante escándalo… ¿Cómo y cuándo ha conseguido llenar con carteles a ese muñeco relleno?

- Ralph -gritó de repente la bailarina, dando palmadas-. Ya sé lo que tienes que hacer. En el circo tenemos un número que se llama El Torneo y…

Con un suspiro tórrido, mirándole desorbitada con sus ojos de muñeca ribeteados de rímel, le contó su plan.

El rostro del fabricante rebosaba de satisfacción. Al minuto siguiente ya estaba en el teléfono hablando con el manager del circo.

- Ya está -dijo el fabricante, colgando el teléfono-.

El títere está hecho de goma. Veremos lo que queda de él cuando le hayamos dado un buen pinchazo.

Mientras tanto, el dragón había cruzado el puente, la plaza del mercado y la catedral gótica, que le despertó recuerdos repugnantes, había continuado por el bulevar principal y cuando se disponía a atravesar una gran plaza, apareció, abriéndose paso entre la multitud, un caballero armado, que se dirigía a la carga contra él.

El caballero llevaba una armadura de hierro, con la visera baja, un penacho fúnebre en el casco y cabalgaba a lomos de un impresionante caballo negro con cota de malla. Junto a él unas mujeres vestidas de pajes portaban las armas, con unos pendones pintorescos diseñados a toda velocidad en los que se anunciaba:

«Gran Casco», «Fume sólo Gran Casco de hierro», «Casco de hierro es el mejor»

El jinete del circo que se hacía pasar por caballero hincó espuelas y aprestó su lanza. Pero por alguna razón el corcel empezó a retroceder, echando espuma, y luego, de repente se alzó de manos para acabar dejándose caer pesadamente sobre sus cuartos traseros. Derribó al caballero, que cayó al asfalto, con semejante estrépito que hubiera podido pensarse que alguien había tirado la vajilla entera por la ventana. Pero el dragón no vio nada de esto. Al primer movimiento del caballero se detuvo abruptamente, y luego, se dio la vuelta a toda velocidad, derribando a su paso con la cola a dos ancianas que contemplaban la escena desde un balcón, y aplastando a los espectadores que habían comenzado a dispersarse, emprendió la huida. De un salto, se colocó fuera de la ciudad, voló a través de los campos, trepó como pudo por las pendientes rocosas, y se zambulló en su caverna sin fondo. 

Una vez allí, se dejó caer de espaldas, con las patas encogidas y, mostrando su blanco y satinado estómago que no dejaba de temblar bajo las oscuras bóvedas, dio un suspiro profundo, cerró sus ojos asombrados y murió.