Capitulo XX del Libro Tercero, el cual lleva como título: “La descripción del Templo del Sol y sus grandes riquezas”, capitulo contenido en la obra “Comentarios Reales de los Incas”, escrita por el Inca Garcilazo de la Vega, manuscrito dirigido a la excelentísima princesa Doña Catalina, infanta de Portugal, publicada en el año de 1906 en la ciudad de Lisboa.
[…] Uno de los principales ídolos que los Reyes Incas y sus vasallos tuvieron fue la imperial ciudad del Cuzco, que la adoraban los indios como a cosa sagrada, por haberla fundado el primer Inca Manco Cápac y por las innumerables victorias que ella tuvo en las conquistas que hizo y porque era casa y corte de los Incas, sus dioses. De tal manera era su adoración que aun en 162 cosas muy menudas la mostraban, que si dos indios de igual condición se topaban en los caminos, el uno que fuese del Cuzco y el otro que viniese a él, el que iba era respetado y acatado del que venía como superior de inferior, sólo por haber estado e ir de la ciudad, cuanto más si era vecino de ella y mucho más si era natural. Lo mismo era en las semillas y legumbres o cualquiera otra cosa que llevasen del Cuzco a otras partes, que, aunque en la calidad no se aventajase, sólo por ser de aquella ciudad era más estimada que las de otras regiones y provincias. De aquí se sacará lo que habría en cosas mayores. Por tenerla en esta veneración la ennoblecieron aquellos Reyes lo más que pudieron con edificios suntuosos y casas reales que muchos de ellos hicieron para sí, como en la descripción de ella diremos de algunas de las casas. Entre las cuales, y en la que más se esmeraron, fue la casa y templo del Sol, que la adornaron de increíbles riquezas, aumentándolas cada Inca de por sí y aventajándose del pasado. Fueron tan increíbles las grandezas de aquella casa que no me atreviera yo a escribirlas si no las hubieran escrito todos los españoles historiadores del Perú.
Mas ni lo que ellos dicen ni lo que yo diré alcanza a significar las que fueron. Atribuyen el edificio de aquel templo al Rey Inca Yupanqui, abuelo de Huayna Cápac, no porque él lo fundase, que desde el primer Inca quedó fundado, sino porque lo acabó de adornar y poner en la riqueza y majestad que los españoles lo hallaron. Viniendo, pues, a la traza del templo, es de saber que el aposento del Sol era lo que ahora es la iglesia del divino Santo Domingo, que por no tener la precisa anchura y largura suya no la pongo aquí; la pieza, en cuanto su tamaño, vive hoy. Es labrada de cantería llana, muy prima y pulida.
El altar mayor (digámoslo así para darnos a entender, aunque aquellos indios no supieron hacer altar) estaba al oriente; la techumbre era de madera muy alta, por que tuviese mucha corriente; la cobija fue de paja, porque no alcanzaron a hacer teja. Todas las cuatro paredes del templo estaban cubiertas de arriba abajo de planchas y tablones de oro. En el [t]estero que llamamos altar mayor tenían puesta la figura del Sol, hecha de una plancha de oro al doble más gruesa que las otras planchas que cubrían las paredes. La figura estaba hecha con su rostro en redondo y con sus rayos y llamas de fuego todo de una pieza, ni más ni menos que la pintan los pintores. Era tan grande que tomaba todo el testero del templo, de pared a pared. No tuvieron los Incas otros ídolos suyos ni ajenos con la imagen del Sol en aquel templo ni otro alguno, porque no adoraban otros dioses sino al Sol, aunque no falta quien diga lo contrario.
Sobre la imagen o ídolo del Sol del Coricancha, conocido en lengua nativa como Punchau, se debe diferenciar dos tipos: uno que se guardaba en el interior y que era de forma humana “hecha de oro excepto el vientre que estaba lleno de una pasta de oro molido y amasado con las cenizas o polvos de los corazones de los Reyes Incas” (Bernabé Cobo). Otra imagen había en forma de disco que cubría la rotonda exterior del edificio del Coricancha, que “era de oro finísimo, con gran riqueza de pedrería y puesto al oriente con tal artificio que, en saliendo el sol, daba en él, y como era el metal finísimo, volvían los rayos con tanta claridad que parecía otro sol”.
[…] A un lado y a otro de la imagen del Sol estaban los cuerpos de los Reyes muertos, puestos por su antigüedad, como hijos de ese Sol, embalsamados, que (no se sabe cómo) parecían estar vivos. Estaban asentados en sus sillas de oro, puestas sobre los tablones de oro en que solían asentarse. Tenían los rostros hacia el pueblo; sólo Huayna Cápac se aventajaba de los demás, que estaba puesto delante de la figura del Sol, vuelto el rostro hacia él, como hijo más querido y amado, por haberse aventajado de los demás, pues mereció que en vida le adorasen por Dios por las virtudes y ornamentos reales que mostró desde muy mozo. Estos cuerpos escondieron los indios con el demás tesoro, que los más de ellos no han parecido hasta el día de hoy.
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