miércoles, 26 de octubre de 2016

Una breve historia, “Arica no se rinde” de Ricardo Palma

Eran las primeras horas de la mañana del sábado 5 de junio de 1880.

Los rayos del tibio sol matinal caían sobre las paredes azules de una casita de modesta apariencia, situada en la falda del cerro de Arica y en dirección a la calle real del puerto.

Un soldado del batallón granaderos de Tacna, con el rifle al brazo, hacía su facción de centinela en la puerta de la casita.

Quien hubiera penetrado en la pieza principal, que mediría diez metros de largo por seis de ancho, habría visto por todo humildísimo mueblaje una tosca mesa de pino, obra reciente del carpintero del Manco Capac; unos pocos sillones desvencijados, y ana gran banca con pretensiones de sofá, trabajo del mismo escoplo y martillo. Al fondo y cerca de una ventana aún entornada había una de esas ligeras camas de campaña que para nosotros, sibaritas de la ciudad, sería lecho de Procusto, más que mueble de reposo para el fatigado cuerpo.

Sentado junto a la mesa en el menos estropeado de los sillones, y esgrimiendo el lápiz sobre un plano que delante tenía, hallábase aquella mañana un anciano de marcial y expansivo semblante, de pera y bigote canos, mirada audaz y frente despejada. Vestía pantalón de paño grana con cordoncillo de oro, paletot azul con botones de metal militarmente abrochado, y kepis con el distintivo de jefe que ejerce mando superior.

Era el coronel Francisco Bolognesi.

No nos proponemos escribir la biografía del noble mártir de Arica; pues por bellas que sean las páginas de su existencia, la solemne majestad de su último día las empequeñece y vulgariza. En su vida de cuartel y de salón vemos sólo al hombre que profesaba la religión del deber, al cumplido caballero, al soldado pundonoroso; pero sus postreros instantes nos deslumbran y admiran como las irradiaciones espléndidas de un sol que se hunde en la inmensidad del Océano.

Un capitán avanzó algunos pasos hacia la mesa, y cuadrándose militarmente dijo:

-Mi coronel, ha llegado el parlamento del enemigo.
-Que pase -contestó Bolognesi, y se puso de pie.

El oficial salió, y pocos segundos después entraba en la sala un gallardo jefe chileno que vestía uniforme de artillero. Era el sargento mayor don Cruz Salvo.

-Mis respetos, señor coronel -dijo, inclinándose cortésmente el parlamentario.
-Gracias, señor mayor. Dígnese usted tomar asiento.


Salvo ocupó el sillón que le cedía Bolognesi, y éste se sentó en el extremo del sofá vecino. Hubo algunos segundos de silencio que al fin rompió el parlamentario diciendo:

-Señor coronel, una división de seis mil hombres se encuentra casi a tiro de cañón de la plaza...

-Lo sé -interrumpió con voz tranquila el jefe peruano-; aquí somos mil seiscientos hombres decididos a salvar el honor de nuestras armas.

-Permita usted, señor coronel -continuó Salvo-, que le observe que el honor militar no impone sacrificio sin fruto; que la superioridad numérica de los nuestros es como de cuatro contra uno; que las mismas ordenanzas militares justifican en su caso una capitulación, y que estoy autorizado para decirlo, en nombre del general en jefe del ejército de Chile, que esa capitulación se hará en condiciones que tanto honren al vencido como al vencedor.

Está bien, señor mayor -repuso Bolognesi sin alterar la impasibilidad de su acento-; pero estoy resuelto a quemar el último cartucho.

El parlamentario de Chile no pudo dominar su admiración por aquel soldado, encarnación del valor sereno, y que parecía fundido en el molde de los legendarios guerreros inmortalizados por el cantor de la Ilíada. Clavó en Bolognesi una mirada profunda, investigadora, como si dudase de que en esa alma de espartano temple cupiera resolución tan heroica. Bolognesi resistió con altivez la mirada del mayor Salvo, y éste, levantándose, dijo:

-Lo siento, señor coronel. Mi misión ha terminado.
Bolognesi, acompañó hasta la puerta al parlamentario, y allí se cambiaron dos ceremoniosas cortesías. Al transponer el dintel volvió Salvo la cabeza, y dijo:

-Todavía hay tiempo para evitar una carnicería..., medítelo usted, coronel.

Un relámpago de cólera pasó por el espíritu del gobernador de la plaza, y con la nerviosa inflexión de voz del hombre que se cree ofendido de que lo consideren capaz de volverse atrás de lo una vez resuelto, contestó:

-Repita usted a su general que quemaré hasta el último cartucho.


Minutos más tarde Bolognesi convocaba para una junta de guerra a los principales jefes que le estaban subordinados. En ella les presentó, exagerarlo, el sombrío y desesperante cuadro de actualidad, y después de informarlos sobre la misión del parlamentario, les indicó su decisión de quemar hasta el último cartucho, contando con que esta decisión sería también la de sus compañeros de armas.

El entusiasmo como el pánico han sido siempre una chispa eléctrica. La palabra desaliñada, franca, tranquila y resuelta del jefe de la plaza halló simpática resonancia en aquellos viriles corazones. El hidalgo Joaquín Inclán y el intrépido Justo Arias, dos viejos coroneles en quienes el hielo de los años no había alcanzado a enfriar el calor de la sangre; el tan caballeresco como infortunado Guillermo More; el circunspecto jefe de detall Mariano Bustamante, y el impetuoso comandante Ramón Zavala, fueron los primeros, por ser también los de mayor categoría militar, en exclamar: «¡Combatiremos hasta morir!».

Y la exclamación de ellos fue repetida por todos los jefes jóvenes, como los dos hermanos Cornejo, Ricardo O'Donovan, Armando Blondel, casi un niño, con la energía de un Alcides, y el denodado Alfonso Ugarte, gentil mancebo que en la hora del sacrificio y perdida toda esperanza de victoria clavó el acicate en los flancos del fogoso corcel que montaba, precipitándose caballo y caballero desde la eminencia del Morro en la inmensidad del mar. ¡Para tan gran corazón, sepulcro tan inconmensurable!

Y todos, Inclán, Arias, More, Zavala, Bustamante, los Cornejo, O'Donovan y Blondel, en la tan sangrienta como gloriosa hecatombe de Arica, hecatombe que mi pluma rehúsa describir porque se reconoce impotente para pintar cuadro de tan indescriptible grandeza, todos, a la vez que Francisco Bolognesi, cayeron cadáveres mirando de frente el pabellón de la patria y balbuceando en su última agonía el nombre querido del Perú.

La única satisfacción que nos queda a los que sabemos aquilatar el valor de las almas heroicas, es ver cómo los pueblos convierten en objeto de su cariño entusiasta, dándoles con el transcurso de los años proporciones gigantescas, a los hombres que supieron llevar hasta el sacrificio y el martirio el cumplimiento del deber patriótico. Manifestaciones espontáneas del sentimiento público, que se extienden más allá de la tumba, nos revelan que la superioridad se impone de tal modo, que cuando se abate para siempre una existencia como la de Francisco Bolognesi, el espíritu que se desprende del cuerpo inerte es imán que atrae y cautiva el amor y el respeto de generaciones sin fin.

El coronel Bolognesi fue uno de esos hombres excepcionales, que llegan a una edad avanzada con el corazón siempre joven y capaz de por todo lo noble, generoso y grande. Su gloriosa muerte es un ideal moral que vive y le sobrevivirá al través de los siglos, para alentarnos con el recuerdo de su abnegación heroica de patricio y de soldado.

Nosotros conocimos y tratamos a Bolognesi ya en la nebulosa tarde de su existencia; pero para nuestros hijos, para los hombres del mañana, que no alcanzaron la buena suerte de estrechar entre sus manos la encallecida y vigorosa diestra del valiente patriota, su nombre resonará con la pudorosa vibración del astro que se rompe en mil pedazos.

De nadie como de Francisco Bolognesi pudo decir un poeta:
«Si tu afán era subir
y alzarte hasta el infinito
ansiando dejar escrito
tu nombre en el porvenir,
bien puedes en paz dormir,
bajo tu sepulcro, inerte,
mientras que la patria, al verte,
declara enorgullecida
que si fue hermosa tu vida
fue más hermosa tu muerte».
NOTA: Extracto de uno de los cuentos del famoso libro Tradiciones Peruanas del reconocido escritor Ricardo Palma.

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